Hegemonía de europa

TEMA VII: La crisis del siglo XVII


1.1. La despoblación y la crisis económica


En buena parte de Europa, especialmente en los países mediterráneos, durante el siglo XVII se produjo una enorme crisis demográfica, económica y social que se tradujo en un gran malestar entre la población y en una inestabilidad política que afectó a la monarquía. a) La crisis demográfica: A lo largo del siglo XVII la población se estancó: Castilla se vio más afectada que la periferia, en especial el núcleo central de la meseta. El periodo de crisis más intensa fue de 1630 a 1680. Los factores que contribuyeron a este nulo crecimiento fueron: – Las sucesivas crisis de subsistencia: malas cosechas, hambre. Todo ello dificultado por las constantes guerras que impedían las importaciones. – Las epidemias: favorecidas por la desnutrición. La peste reapareció. – Las guerras: entre 1640 y 1668 las guerras fueron permanentes. La falta de mercenarios llevó a reclutas forzosas: rebeliones, jóvenes en edad de producir. – Expulsión de los moriscos: unos 300.000 entre 1609 y 1614. A estos factores hay que añadir la emigración a América, que aunque no fue decisiva, sí incidió de forma significativa en Andalucía y Castilla. b) Los problemas económicos: – La agricultura y la ganadería: La producción agrícola disminuyó, sobre todo en Castilla: baja la mano de obra, enormes cargas fiscales sobre los agricultores, y reducción de la demanda por la disminución de la población. La propiedad tendió a concentrarse: aumentan los latifundios. Muchos campesinos tuvieron que convertirse en jornaleros para sobrevivir, sobre todo en el sur (Extremadura, Castilla- La Mancha y Andalucía). En otras zonas se acusó la expulsión de los moriscos (Valencia y Aragón). Como positivo ha de destacarse la introducción de nuevos cultivos procedentes de América, patata y maíz, decisivos en algunas zonas del norte y en épocas posteriores. La exportación de lana siguió siendo la más rentable para el comercio español, aunque se resintió a causa de la situación de guerra permanente en la zona – La industria y el comercio: no existía un mercado importante para los productos industriales ni para el comercio interior. Sólo las elites sociales tenían acceso a artesanía de calidad suministrada por los gremios o importada de Flandes, Italia, Inglaterra, Francia o las colonias. Las ventas que se obtenían del campo no se invertían en empresas industriales y comerciales incompatibles con la hidalguía y la limpieza de sangre, además de dar pocas ganancias y tener mucho riesgo. Se adquirían inmuebles (casas, tierras), préstamos al Estado, cargos, títulos de nobleza, buscaban ser rentistas sin necesidad de trabajar. Ante estas dificultades y la revolución de los precios del siglo XVI, la artesanía castellana entró en recesión: falta de competitividad por los altos precios. El incremento de precios se vio reforzado por las emisiones de moneda de vellón para paliar las demandas del Estado y financiar su política. El comercio interior se veía dificultado por las aduanas interiores entre reinos (puertos secos) y las que existían entre los territorios vascos y el resto de la península; además de peajes municipales y señoriales. El comercio exterior exportaba materias primas e importaba manufacturas: déficit de la balanza de pagos que se cubría con el oro y la plata de América, más necesario que nunca. El comercio con América decayó entre 1630 y 1660 por el incremento de los intercambios entre las colonias, la presión fiscal excesiva y la confiscación de remesas enteras de oro y plata para gastos militares. A partir de 1660 el comercio exterior se recuperó favoreciendo básicamente a comerciantes extranjeros: mercancías que venían a la península para ser exportadas a América. A finales del siglo XVII sólo un 5% de los productos enviados al Nuevo Mundo procedían de la península.

Inmovilismo y polarización social

La sociedad seguía siendo estamental con dos estamentos privilegiados, clero y nobleza, y el tercer estamento que producía y trabajaba. • Los nobles: Eran el 10% de la población. Se concentraba sobre todo en el norte donde la mitad de la población se consideraba noble, aunque modesta. La alta nobleza ya no era rural, vivía en ciudades y había dejado de ser guerrera. Muchos nobles tenían tal condición por haber comprado el título al Rey. El número de nobles se incrementó y aumentó su poder social y político. Muchas personas enriquecidas pagaban para que les elaborasen o fabricasen “probanzas”, documentos que “probaban” que eran nobles. También existían certificados de limpieza de sangre, imprescindibles para obtener cargos. • El Clero: era menos numeroso, pero no dejó de crecer en el siglo XVII. El alto clero era generalmente de origen noble, pues para los segundones la Iglesia ofrecía una buena posición económica y social. Los conventos eran además uno de los pocos sitios donde vivir con dignidad a mujeres solteras y viudas. El bajo clero era de origen humilde, aunque sin problemas económicos gracias a las exenciones tributarias, el cobro del diezmo, rentas de sus propiedades, los ingresos obtenidos de sus servicios y donativos particulares. • El tercer estado: formado por los que no eran ni nobles ni eclesiásticos. El grupo predominante era el de los campesinos, sujeto a impuestos directos (diezmo, rentas señoriales) que podían ascender a la mitad del producto de sus tierras y ganados. Su posición dependía de si eran o no propietarios de las tierras: en el norte abundaban los labradores propietarios, mientras que en Aragón, Valencia, Extremadura y el sur, la situación era la contraria mayoritariamente. La mayoría de los artesanos y comerciantes de las ciudades estaban organizados en gremios. Dada la escasa relevancia que tenía el artesanado y el comercio, el papel de la burguesía de negocios era reducido. Prestamistas y comerciantes eran mayoritariamente extranjeros. La burguesía española se apresuraba a ennoblecerse, abandonando negocios para convertirse en rentistas y no pagar impuestos. En las grandes ciudades, sobre todo en Madrid, vivía un numeroso grupo de mendigos, pobres, delincuentes y pedigüeños a la búsqueda de dinero fácil, limosnas, la beneficencia y el pan barato a precio tasado por la corona.

El triunfo de la mentalidad aristocrática y religiosa

La sociedad española del XVII continuó apegada a los mismos valores aristocráticos y religiosos que regían la mentalidad colectiva del siglo anterior. El ansia de ennoblecimiento hizo que los conceptos de dignidad y honor que se asociaban a la nobleza fueran reivindicados por todos los grupos sociales. Lo mismo ocurrió con el rechazo a los trabajos manuales, considerados “viles”, lo que tuvo un fuerte impacto negativo en el desarrollo económico. Quienes poseían bienes gastaban buena parte de sus ingresos en casas suntuosas, ricos vestidos o coches de caballos para mostrar a los demás su “calidad”. Quien no poseía medios prefería la pobreza y la mendicidad antes de mancharse las manos y su fama con el trabajo. Consecuencia de esta mentalidad fue el abandono de las inversiones productivas, por lo que, salvo en Barcelona o en Cádiz, no podemos hablar de una clase de mercaderes o fabricantes con espíritu empresarial que pudiera promover un desarrollo económico similar al que empezaba a darse en otros países europeos. El poder social y económico de la Iglesia, impuesto a través de la Inquisición y aumentado por el crecimiento del número de eclesiásticos, constituyó también un freno al desarrollo económico y de las ideas, ya que los eclesiásticos no eran un grupo productivo; además, en España no encontramos nada parecido a la revolución científica que se da en Europa con personajes como Galileo, Descartes o NewtonEl gobierno de los validos y los conflictos internos.
La época en la que Felipe II se preocupaba directamente del gobierno de la Monarquía fue seguida por una nueva etapa en la que Felipe III, Felipe IV y Carlos II renunciaron a ejercer personalmente las tareas de gobierno, que pasó a manos de ministros omnipotentes, los validos o privados. La consideración del ejercicio del gobierno como un instrumento útil para el enriquecimiento personal y del patrimonio familiar, y en general, la poca talla política de estos validos, llevó frecuentemente a agravar la corrupción y la ineficacia de la administración de la Corona. Las críticas hacia este tipo de gobierno fueron abundantes: – Los nobles, muy influyentes en los consejos (sobre todo en el principal, el de Estado) protestaron cuando fueron desplazados por los validos o no pudieron controlarlos. – Los Secretarios reales recelaban de ellos y de los familiares que “colocaban “en la Administración. – Las clases populares los identificaban con la decadencia del reino y el desgobierno. a) El duque de Lerma: fue el principal líder político en el reinado de Felipe III, sustituido por su hijo cuando perdió la confianza del rey. Ambos validos tuvieron características comunes que luego imitaron sus sucesores: eran aristócratas, intentaron gobernar prescindiendo de los consejos y se rodearon de partidarios entre sus parientes y amigos. Aprovecharon la situación para enriquecerse, aunque sus logros como gobernantes fueron escasos. El duque de Lerma trasladó la Corte a Valladolid (entre 1601-1606), su ciudad natal, para aumentar su poder e influencia sobre el Rey. Consiguió que le nombraran cardenal, lo que le protegió tras su caída. La principal medida en el interior fue la expulsión de los moriscos (1609-1614), a los que se consideró falsos conversos: para justificarlo se argumentó que constituían un poderoso enemigo que cada vez era más numeroso por su elevada natalidad. Lo más probable es que la medida se tomase para apaciguar a una sociedad descontenta. La expulsión afectó gravemente a la economía agraria de Valencia y Aragón (35 y 20 % respectivamente de su población. La pérdida de una mano de obra laboriosa en un momento de crisis demográfica, perjudicó notablemente a los señores que tenían tierras. Para compensarlos se les permitió que impusieran duras condiciones a los repobladores de sus tierras en lugar de los moriscos. b) El conde- duque de Olivares: Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV (1621-1643), constituyó una excepción a la mediocridad política de sus antecesores. Para rehacer la Monarquía y mantener la hegemonía en Europa, desarrolló un amplio programa de reformas. Estas se iniciaron con la limpieza y el saneamiento de la Administración, que consistió en destituir a los funcionarios deshonestos y procesar a sus predecesores en el cargo: los duques de Lerma y Uceda, a la vez que creaba numerosas juntas para solucionar los males tradicionales de Castilla: ruina de la agricultura y de la industria, lujo excesivo de la nobleza, reducción de los gastos de la Casa Real, etc. Su gobierno se caracterizó por el autoritarismo, al quitar competencias a los Consejos, que se convirtieron en meros órganos consultivos no vinculantes, lo que marginó a la nobleza que los integraba de las decisiones políticas. Por otra parte, Olivares era consciente de que la estructura de la Monarquía, en un momento de fuerte recesión económica, era ineficaz para mantener la política imperialista. Por ello creyó conveniente imponer una centralización de la Administración que repartiese las cargas militares y fiscales entre todos los reinos: la Unión de Armas, que consistía en repartir el peso de la política imperial de una manera más adecuada a las posibilidades de cada reino, los cuales habían de participar en la formación de un ejército común mantenido en función de su población y de su riqueza. En definitiva, la concepción política de Olivares pretendía transformar la estructura tradicional de la Monarquía, integrada por un conjunto de reinos independientes con un rey común, en un solo Estado con las mismas leyes e instituciones, que obviamente habían de ser castellanas, ya que ofrecían menos resistencia al poder real. Pero los intentos del conde-duque toparon con la oposición de los reinos periféricos, que se negaron a perder sus derechos políticos y a participar en una empresa imperial que había supuesto el hundimiento de Castilla dando lugar a la grave crisis de 1640. En la década de 1640 se produjeron una serie de revueltas interiores (catalana, portuguesa, andaluza y aragonesa), que mostraron la falta de solidez interna de la Monarquía. Estas revueltas pusieron de manifiesto la voluntad de Portugal y Cataluña de mantener sus instituciones y privilegios, a la vez que el deseo de esta periferia más dinámica y moderna, de apartarse de una Castilla debilitada. El resultado fue la independencia de Portugal, cuyo éxito final residió en el apoyo de Francia e Inglaterra, y también a la falta de capacidad del ejército del rey para reprimir a la vez la rebelión catalana y la portuguesa. Cataluña fue sometida tras una guerra que duraría trece años y que enfrentó a catalanes y franceses con la Monarquía Hispánica hasta 1652, año en que concluye la capitulación de Barcelona. Felipe IV otorgó un perdón general y prometió respetar las leyes, instituciones y privilegios del Principado. c) Durante el reinado de Carlos II, la debilidad física y mental del nuevo rey se tradujo en la recuperación de poder de la aristocracia frente al absolutismo monárquico. El personaje que encarnó esta política fue Juan José de Austria, hijo ilegítimo de Felipe IV, que al frente de un ejército de 15.000 hombres, con el apoyo de la aristocracia y la Corona de Aragón se autoproclamó primer ministro. A su muerte se sucedieron una serie de primeros ministros aceptados por la aristocracia. El duque de Medinaceli y el conde de Oropesa como más destacados, llevan a cabo una política de reformas: control del desorden monetario (devaluación de la moneda de vellón), reorganización de la recaudación de los impuestos, recorte de gastos, etc. La caída de Oropesa supuso un debilitamiento del reformismo, aunque este triunfará con la llegada de los borbones en el siglo XVIII.

3. La pérdida de la hegemonía en Europa

La etapa en la que los tercios constituyeron el mejor símbolo de la hegemonía de los Austrias en Europa fue sustituida, a mediados del siglo XVII, por una nueva fase en la que las derrotas militares confirmaron la crisis económica y social de la Monarquía Hispánica. La política exterior de los Austrias las dos primeras décadas del XVII se caracterizaron, coincidiendo con el reinado de Felipe III, por una paralización de las actividades militares que respondía a una incapacidad de la Monarquía para seguir luchando en Europa. En este contexto cabe entender la firma con los holandeses de la Tregua de los Doce Años (1609) que, de hecho, reconocía la independencia de las provincias holandesas del norte. Esta tregua, de la que quedaban excluidas las colonias, supuso el final del enfrentamiento abierto, aunque dejó abierto un enfrentamiento encubierto bajo la forma de guerra económica: bloqueo del comercio con Flandes, hostigamiento de las colonias españolas e intromisión en el Mediterráneo con acuerdos con Argel, Marruecos y algunos estados italianos. Pero bajo el reinado de Felipe IV (1621) se registró un claro intervencionismo en los asuntos europeos. Las causas del cambio de actitud hay que buscarlas en el estallido de la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y en la voluntad del Conde-Duque de Olivares de hacer que la monarquía continuase estando presente en Europa como potencia hegemónica. La guerra de los Treinta Años, iniciada bajo el pretexto de la defensa del catolicismo (Liga Católica) frente a los príncipes protestantes (Liga Evangélica), escondía la colaboración de las dos ramas de los Habsburgo (la Hispánica y la Austríaca) para mantener su hegemonía en los asuntos europeos. A pesar de algunas victorias iniciales (Breda, 1626), las derrotas navales de Dunas (1639) y la terrestre de Rocroi (1643) demostraron el fracaso de Olivares de devolverle a la Corona un prestigio internacional que había comenzado a declinar. Las rebeliones de Cataluña y Portugal en 1640 ayudaron al fracaso de la Corona, obligada a luchar en dos frentes. La paz de Wesfalia (1648) puso fin a la guerra de los Treinta Años, consagrando la independencia de Holanda, si bien la Monarquía conservaba las provincias católicas del sur (Bélgica).además se impuso la tolerancia religiosa en los territorios del imperio, la Confederación Helvética se separó reconociendo todos su neutralidad, Suecia y Francia ampliaron sus territorios y Austria se separó del Imperio. Sin embargo, Wesfalia no puso fin a la guerra entre la Monarquía y Francia, que se prolongó hasta la Paz de los Pirineos (1659). La Paz de los Pirineos supuso la confirmación de la hegemonía francesa en el ámbito europeo y el declive de la Monarquía Hispánica, que prefirió sacrificar el Rosellón y la Cerdaña que eran de Cataluña, para conservar las posesiones de los Países Bajos. Por otra parte sancionaba también la preponderancia marítima y comercial de Inglaterra y Holanda.

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