Democracia estado y sociedad peruana

LA DEMOCRACIA  (III): ¿QUÉ CONDICIONES REQUIERE PARA SU IMPLANTACIÓN Y DESARROLLO?


1.  DEMOCRATIZACIÓN Y CONSOLIDACIÓN DE LA DEMOCRACIA

   La democratización hace referencia al proceso de construcción de una democracia.
Se trata de un proceso de transición, bien mediante la reforma paulatina de las instituciones, bien mediante la ruptura drástica con ellas, desde un régimen de dictadura a otro de democracia.

   El objetivo último de todos estos esfuerzos democratizadores es la consolidación de la democracia.
Los Estados cruzan la línea divisoria entre la democratización y la consolidación cuando sus instituciones son tan ampliamente aceptadas y sus prácticas democráticas están tan arraigadas, que ningún sector importante de la ciudadanía está dispuesto a subvertir el orden democrático sustituyéndolo por otro.

2.  DIEZ CONDICIONES PARA LA DEMOCRACIA

   Los siguientes diez factores no son una fórmula infalible.  Estos factores son “requisitos” para la democracia en un sentido bastante laxo:  no se trata de “condiciones necesarias”, puesto que no es necesario que se den los diez factores para que exista una democracia, ni de “condiciones suficientes”, puesto que el hecho de contar con la mayoría de ellos no asegura el éxito de una democracia.

   Por lo tanto lo que sigue a continuación es simplemente una lista de variables independientes formuladas como hipótesis sobre cómo surgen las democracias y por qué duran.

Instituciones del Estado

   Una democracia estable requiere un Estado que funcione correctamente, con soberanía sobre un territorio claramente definido y cuyas fronteras, elites gobernantes e instituciones básicas sean consideradas legítimas por la mayor parte de su población.  La estabilidad constituye un requisito previo fundamental para el desarrollo democrático.

   En efecto, el surgimiento de la democracia suele presuponer la existencia de un Estado.  Si analizamos el papel del Estado en varios procesos de democratización, podemos discernir algunas pautas.

   En algunos regímenes no democráticos funcionan determinadas instituciones del Estado que pueden representar el papel de incubadoras de la democracia.  Desde sus inicios en el siglo XIII, el Parlamento británico sirvió de baluarte institucional a los miembros de la nobleza inglesa que demandaban la imposición de límites legales a los poderes de la monarquía.  El Parlamento abrió un espacio para la representación proto-democrática en los procesos de elaboración de la legislación.  Con el transcurso del tiempo, el Parlamento fue ampliando gradualmente ese espacio y reafirmado su primacía constitucional sobre la Corona.  En los siglos XIX y XX se acabó extendiendo el voto para la elección de los miembros del Parlamento a toda la población adulta.

   En las dos últimas décadas encontramos otros ejemplos de instituciones parlamentarias que han servido de incubadoras de la democracia en regímenes no democráticos.  Los gobiernos dictatoriales que permiten la celebración de elecciones a las instituciones legislativas corren el riesgo real de minar su propia autoridad al proporcionar una vía de expresión a las fuerzas de la oposición.  Para mantenerse en el poder, suelen amañar las elecciones o limitar severamente el poder de los cuerpos electos.  El antiguo líder de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, y el Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México, intentaron controlar los procesos legislativos y electoral manteniéndolos dentro de límites estrictos, pero al final no pudieron contener las fuerzas democráticas a las que ellos mismos habían dado cauce y cuyas expectativas habían contribuido a alimentar.

   Por supuesto, aun cuando las fuerzas de oposición logren derribar una dictadura valiéndose de sus oportunidades legislativas y/o electorales, esto no garantiza la instauración inmediata de la democracia.

   En otros casos, nos encontramos con una auténtica revolución desde abajo:  un movimiento amplio de ciudadanos que se rebelan contra un gobierno no democrático.  

Un modelo diferente es aquel en el que los elementos de la elite gobernante deciden imponer la democratización “desde arriba”. 

Los estudiosos de las transiciones han apuntado que el modo en que el Estado se transfiere de los gobernantes de la dictadura a los líderes que favorecen la democracia influye en la estabilidad del proceso de cambio y en la calidad posterior de la democracia.  Algunos politólogos han sostenido que las transiciones pactadas no siempre han producido democracias estables en Latinoamérica.   Finalmente, la democracia ha tardado mucho en implantarse o lo ha hecho con mucha lentitud y dificultad allí donde la elite comunista se ha mantenido en el poder, aparentando una súbita conversión a los valores democráticos.

   Al margen de cómo se efectúa la transferencia de poderes, una vez que se inicia el proceso de democratización, las instituciones del Estado inevitablemente representan un papel vital.  La legitimidad del Estado se convierte en un factor clave de este proceso.

   La democracia depende, en gran medida, de las instituciones y los procedimientos del Estado.  Una democracia joven necesita instituciones que garanticen la soberanía popular y los derechos y las libertades básicas.  El Estado debe necesariamente organizarse sobre la base del imperio de la ley.  La transparencia del proceso de gobierno ha de permitir a los ciudadanos controlar a los políticos para detectar tanto el incumplimiento de promesas electorales como las prácticas corruptas.  Los jueces deben ser independientes y no hallarse sujetos a manipulación política.  A la burocracia le corresponde actuar conforme a procedimientos legales y, al mismo tiempo, ha de disponer de suficientes recursos para ayudar a los cargos electos en los procesos de diseño y ejecución de las políticas públicas.  Los militares tienen que respetar las reglas de juego democrático y aceptar la supremacía del poder civil.  Finalmente, el proceso de elaboración de las leyes debe ser razonablemente eficiente y eficaz.

   Los Estados democráticos han de vigilar muy estrechamente a los enemigos de la democracia.  En ocasiones puede estar justificado que los Estados democráticos limiten mediante procedimientos legales y judiciales los derechos y las libertades de los grupos antidemocráticos, por ejemplo, mediante la ilegalización de partidos particularmente amenazadores para el sistema.

Las democracias, según Ignatieff, pueden y deben defenderse de sus enemigos, pero han de hacerlo de una forma que se a compatible con sus principios y derechos;  de lo contrario, alimentarán los fenómenos que pretenden erradicar y socavarán los principios que dicen defender.  Ello implica, que las medidas de excepción han de ser precedidas de un amplio debate público, deben ser adoptadas y supervisadas por los parlamentos y ser objeto de control judicial periódico en cuanto a su justificación y aplicación.

Elites comprometidas con la democracia

   La existencia de la democracia dependen, en buena medida, de las actitudes y del comportamiento de las elites políticas y sociales de cada país.

   Las tareas de la democratización y la consolidación precisan de las habilidades de un liderazgo sólido y capaz de llevar a cabo los enormes cambios políticos, económicos, sociales y culturales consustanciales a dichos procesos.

   Las elites políticas no son las únicas que deben atenerse a las reglas básicas de la democracia.  Las elites empresariales, militares, religiosas, étnicas, periodísticas y académicas, entre otras, tienen importantes responsabilidades en sus respectivas esferas de actividad cuando se trata de observar los principios e ideales del comportamiento democrático.

   Los valores y actitudes de las elites de una sociedad son fundamentales en todas las fases del proceso democratizador pero resultan relevantes en sus primeras etapas.

Una sociedad homogénea

   La democracia tiene más probabilidades de asentarse en países socialmente homogéneos.

   Según un informe del Freedom House  los países con un grupo étnico dominante tienen el doble de probabilidades de ser calificadas de “libres” que las multiétnicas.  Sin embargo, hay algunos casos en que la heterogeneidad social aumenta la probabilidad de democracia porque ésta ofrece el método más adecuado para que un pueblo dividido reconcilie sus diferencias de forma pacífica. 

   La homogeneidad social, por lo tanto, no garantiza la democracia.  Y aunque la polarización social puede dificultar el florecimiento y la maduración de la democracia, de ningún modo lo hace imposible.  En primer lugar, algunas sociedades encuentran modos de superar sus divisiones sociales manteniendo la unidad nacional.

   La unidad nacional representa un papel fundamental en la creación y el mantenimiento de sistemas democráticos.  Cuando no existe una identidad nacional común, las fuerzas que resultan de la heterogeneidad social están menos contenidas.  Dankwart Rustow (1970) afirmó que la unidad nacional es la única “condición previa” con la que ha de contar un país para emprender la democratización con un mínimo de garantías.  Pero, por supuesto, hay excepciones.  El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, se convirtió en una democracia próspera, aun careciendo de una identidad étnico-cultural.

   La evidencia respecto a la hipótesis de la homogeneidad es, por tanto, mixta.  Tener una población socialmente homogénea no es un requisito indispensable para la democracia, pero ayuda.  Lo mismo ocurre con el sentimiento de unidad nacional:  puede no ser imprescindible pero facilita el camino.  Carecer de ella, en algunos casos, puede resultar fatal.

La riqueza nacional

   Ya hemos visto en un capítulo anterior la correlación existente entre la riqueza nacional y la democracia.  Esa evidencia es también mixta.

   La democracia no “nace” espontáneamente cuando un país alcanza un determinado nivel de renta per capita;  las élites políticas y algunos elementos de la sociedad deben intervenir para que la democracia surja y sobreviva a los múltiples retos que debe afrontar.  Sin embargo, Adam Prezeworski y Fernando Limongi (1997) han manifestado que, una vez la democracia “se instaura”, sus perspectivas de supervivencia se incrementan de forma sistemática cuanto más rico es el país.

 La empresa privada

   De acuerdo con ciertos autores, la libertad económica promueve la libertad política.  Según esta hipótesis, las personas que tienen su propio negocio, o que trabajan en empresas privadas, suelen mostrar una predisposición más alta a controlar las actuaciones de los gobernantes.  Por otro lado, también la ausencia de libertades económicas implica una restricción de las libertades políticas.

   Según Barrington Moore, una clase capitalista próspera es esencial para la instauración de instituciones democráticas, y ello porque la empresa privada estimula el desarrollo de una clase media que no sólo no depende directamente del Estado para sobrevivir, sino que tiene un enorme interés en controlar estrechamente las acciones del gobierno.

   Una excepción es el caso de la Rusia poscomunista, donde la rápida introducción de la empresa privada ha provocado el surgimiento de una pequeña camarilla de multimillonarios políticamente influyentes y, al mismo tiempo, se ha producido un descenso considerable de los niveles de vida de grandes segmentos de la población.  Los sectores más desfavorecidos han respondido al deterioro de su situación cuestionando la bondad de la democracia.

   Por lo tanto, aquí también tenemos una evidencia mixta.

La clase media

   La hipótesis sugiere que en los países en los que no hay una importante clase media, la probabilidad de que surja la democracia es menor.  Una clase media, formada por pequeños propietarios es más favorable a la democracia porque sus miembros estarían interesados en garantizar su propia seguridad económica sobre la base de la libertad de empresa, el imperio de la ley y un gobierno responsable ante los ciudadanos.

   Ya en los siglos XVIII y XIX,  en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, la clase media constituyó la columna vertebral. 

   Sin embargo, la clase media, no siempre ofrece su apoyo a la democracia.  Un ejemplo claro, fue la actitud de millones de alemanes de clase media, que padecieron sucesivas crisis económicas en los años 20 y 30, bajo la República de Weimar, es decir, cuando Alemania tenía un sistema democrático de gobierno.  Muchos ciudadanos de clase medio concluyeron que en la democracia residía la causa de sus desgracias y votaron en las elecciones parlamentarias al partido nazi.  Así pues, la democracia también requiere del respaldo de otras clases sociales.

   La evidencia en torno a esta hipótesis es, de nuevo, mixta.

El apoyo de los más desfavorecidos

   De acuerdo con esta hipótesis, si los segmentos más pobres de la sociedad perciben que están siendo excluidos del proceso democrático o que no obtienen de éste ningún beneficio, pueden dificultar su desarrollo.  La exclusión y la discriminación  pueden producir la indiferencia de la gente más humilde y socialmente desfavorecida hacia la democracia.

   Para mantener el apoyo a la democracia, los gobiernos electos deben diseñar y ejecutar toda una serie de medidas de bienestar social destinadas a paliar la miseria económica y la marginación social de los más desfavorecidos.

   En los países menos industrializados, la democracia no dispone del apoyo de la sociedad.  En cambio, allí donde los partidos y los grupos de presión se ocupan de los más menesterosos, la democracia, goza de más apoyo social y es más fuerte.

   Si la democracia no se abre a todos, puede que no tenga éxito para nadie.

Participación ciudadana, sociedad civil y cultura política democrática

   Para dar vida a la democracia, la gente tiene que participar.  Los partidos políticos representan un papel crítico en el proceso de participación, proporcionando el principal vínculo organizativo entre los políticos que se presentan a las elecciones y la sociedad.  En la mayoría de las democracias este vínculo es indirecto.  

   El partidismo ( el grado en que los votantes se identifican en la mayoría de las democracias consolidadas) está en decadencia en la mayoría de las democracias consolidadas.   Sin embargo, los partidos siguen siendo indispensables para el funcionamiento de la democracia.

   Para maximizar la participación ciudadana, la democracia requiere también una sociedad civil fuerte.  La sociedad civil debe estar formada por organizaciones creadas por los ciudadanos y a las que éstos se incorporen por decisión propia, sin la intervención de las autoridades públicas.  Además de los sindicatos y patronales, la sociedad civil incluye también organizaciones religiosas, étnicas y de defensa de intereses particulares como el derecho a la vida (o el derecho al aborto), la protección del medio ambiente, etc.  También hay asociaciones cívicas que carecen de una agenda política explícita.

   Cuanto más se involucra la ciudadanía en estas asociaciones voluntarias, más probable es que la democracia se afiance.  Al incorporarse a grupos y asociaciones, los individuos aprenden a abordar los problemas de la comunidad de forma independiente del gobierno.  La sociedad civil es la red social que fundamenta el gobierno democrático.  La sociedad civil promueve la tolerancia, el compromiso y una disposición a confiar en los demás y a cooperar con ellos.

   Sin embargo, no cabe duda de que los ciudadanos también pueden formar organizaciones que rechacen categóricamente los principios de la democracia.  Por ejemplo, grupos que promueven el odio racial o la xenofobia, la mafia, las bandas callejeras…  Estas asociaciones no forman parte de la sociedad civil.

    El politólogo Robert Putnam ha llevado a cabo una descripción de la situación en que se encuentra la sociedad civil en Estados Unidos.   Putnam hace referencia a una considerable reducción de capital social, lo cual podría tener consecuencias negativas sobre la calidad de la democracia.

   El capital social se manifiesta en la existencia de transacciones personales que no responden meramente a una relación de intercambio económico.

   En su investigación acerca de las causas de la disminución de la implicación cívica en Estados Unidos, Putnam admite que parte del problema se deriva de las presiones económicas.

   Otra confirmación de esta realidad se puede ver en la Europa central y oriental.  Polonia y República Checa han dado importantes pasos en sus procesos de democratización, mientras que Rumania y Bulgaria han sufrido más altibajos.  Estas diferencias se pueden explicar, al menos en parte, por la presencia de una sociedad civil fuerte en los dos primeros países antes de que se estableciera el régimen comunista y que éste no logró sofocar del todo.  Rumania y Bulgaria carecieron de este tipo de organizaciones, por lo que han tenido que adoptar vías más indirectas y menos participativas hacia la democracia.

   Así pues, esta evidencia empírica corrobora la relación existente entre la sociedad civil y la democracia.  En conclusión, una sociedad civil fuerte confiere estabilidad y fortalece a la democracia.

Educación y libertad de información

   Según esta hipótesis, las perspectivas de la democracia aumentan con el nivel educativo:  cuando mayor sea la instrucción de la población, más apoyará los valores y procedimientos democráticos.  Y, a la inversa.   La democracia requiere la libertad de expresión, la libre circulación de información y la capacidad de los ciudadanos para procesar ésta.  Incluso instauradas las instituciones democráticas, el nivel de participación ciudadana en la vida política depende bastante de la disponibilidad inmediata de información relevante sobre los asuntos de la comunidad, así como también de la capacidad de los ciudadanos de entender cuestiones económicas y políticas más o menos complejas.

   Por regla general, hay una correlación estrecha entre las democracias estables, los nieves educativos elevados y la pluralidad de fuentes de información existentes.  Esta correlación positiva es coherente con nuestra hipótesis de que la educación y la libertad de información están relacionadas con el correcto funcionamiento de la democracia, aunque también parece que ésta puede comenzar a surgir sin ellas.

Un entorno internacional favorable

   El contexto internacional puede influir de forma significativa en las perspectivas del surgimiento de la democracia, así como en su posterior desarrollo.

   La guerra  y sus consecuencias pueden tener efectos positivos o negativos en la democracia.  En cuanto a los negativos, la guerra suele requerir un liderazgo fuerte y centralizado, así como que los mandos militares tengan un papel influyente en los altos órganos de decisión políticas.  En estas circunstancias puede quedar poco espacio para la pugna entre partidos, la libertad de prensa o la expresión abierta de la opinión pública.  Del lado positivo, un ejemplo es la Segunda Guerra mundial que trajo la democracia a la Alemania Occidental y a Japón.

   Un contexto internacional poco propicio para el surgimiento y la estabilidad de las democracias fue el de los años 30 y la posterior etapa de Guerra Fría.  Una de las paradojas más inquietantes de los regímenes democráticos es que gobiernos que defienden la democracia en sus propios países pueden contribuir a sostener dictaduras terribles en otros.

   En determinados contextos, las condiciones económicas globales pueden ejercer una influencia igualmente profunda en las perspectivas de la democracia.

   En conclusión, la experiencia nos ha mostrado que, si bien las influencias externas son importantes, difícilmente pueden los gobiernos extranjeros crear o propiciar las instituciones y los hábitos democráticos cuando las condiciones internas para la democracia son desfavorables.

 

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¿ES INEVITABLE LA DEMOCRACIA?

   Woodrow Wilson (presidente EEUU 1913-1921) creía que el triunfo de la democracia era históricamente inevitable.  En los últimos años, esta hipótesis ha sido reafirmada por Francis Fukuyama (1992).

   Desde una perspectiva más empírica, Samuel Huntington es menos optimista.  Cree que en el siglo XX se han producido tres grandes “olas” de democratización en el mundo y a cada una de las dos primeras olas les siguió una “ola adversa”, por lo que no cabe excluir una tercera ola adversa a corto plazo.

   En la primera ola (1828-1926), cerca de 33 países adoptaron elementos democráticos y a hacia 1922 empezó a perfilarse una tendencia adversa.  En 1942, 11 Estados habían sucumbido al fascismo u otra forma de gobierno dictatorial.

   La segunda ola comenzó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1943-1963).  Llegó a 41 países que se incorporaban al mundo democrático por vez primera o mantenían un sistema democrático aún sin consolidar.  Hacia 1958 se inició una segunda ola adversa que prosiguió hasta 1975.  22 Estados cayeron bajo la dictadura.

   La tercera ola empezó a mediados de los años 70 con las transiciones de Portugal, Grecia y España.

   Como conclusión podemos decir que las perspectivas de la democracia son, hoy día, probablemente mucho mejores que en ningún otro momento de nuestra historia.

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