A finales del siglo XIX, España perdió sus últimas posesiones ultramarinas, que para entonces se limitaban a Cuba, Puerto Rico, Filipinas y algunas otras islas del Pacífico occidental. Este proceso fue vivido como símbolo de los males del país y provocó una ola de pesimismo que inspiró un ejercicio de reflexión intelectual e hizo evidente la necesidad de una reforma en profundidad del Estado.
La Guerra Hispanoamericana: El Conflicto en Cuba y Filipinas
El Grito de Yara y la Guerra de los Diez Años en Cuba
En 1868 se difundió el Grito de Yara, un manifiesto promovido por Manuel de Céspedes. Con ello comenzó la Guerra de los Diez Años, que se prolongó hasta la firma de la Paz de Zanjón en 1878. Sin embargo, ni las reformas planteadas con posterioridad ni el aumento de la presión frenaron el proceso hacia la independencia. Esas reformas se realizaron bajo el gobierno de los liberales, cuando el Partido Autonomista Cubano se mostraba decidido a apoyar el programa reformista propiciado por Madrid, con el fin de restar fuerzas y apoyos sociales a los independentistas.
Las tensiones entre la colonia y la metrópoli aumentaron a raíz de la oposición cubana a los fuertes aranceles proteccionistas que España imponía para dificultar el comercio con Estados Unidos, principal comprador de productos cubanos a finales del siglo XIX. El presidente norteamericano McKinley amenazó con cerrar los puertos del mercado estadounidense a los principales productos cubanos si el gobierno español no modificaba la política arancelaria de la isla (Cuba era un espacio reservado para productos españoles).
En 1892, José Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, protagonista de la revuelta independentista iniciada el 24 de febrero de 1895 (el Grito de Baire).
El levantamiento se extendió por toda la isla bajo la dirección de Antonio Maceo y Máximo Gómez. Ante la gravedad de la situación, Cánovas fue llamado a formar gobierno. Este respondió enviando un ejército a Cuba, al frente del cual se hallaba el general Martínez Campos, con el objetivo de llegar a acuerdos que pusieran fin al levantamiento. La falta de éxitos militares decidió el relevo de Martínez Campos por el general Valeriano Weyler, quien llegó a la isla utilizando métodos represivos, pero tampoco consiguió detener el levantamiento.
Tras el asesinato de Cánovas (agosto de 1897), el nuevo gobierno de Sagasta (liberales) decidió, a la desesperada, probar la estrategia de la conciliación. Relevó a Weyler del mando y concedió a Cuba y a Puerto Rico gobiernos autonómicos. Pero las reformas llegaron demasiado tarde: los independentistas, que contaban con el apoyo estadounidense, se negaron a aceptar el fin de las hostilidades.
La Rebelión en Filipinas
La rebelión se extendió a Filipinas. En este archipiélago, la presencia española era más débil que en las Antillas y se limitaba en buena medida a las órdenes religiosas, la explotación de algunos recursos naturales y su utilización como punto comercial con China. El levantamiento filipino fue también duramente reprimido y su principal dirigente, José Rizal, acabó siendo ejecutado (30 de diciembre de 1896), mientras los insurrectos, que habían fundado un movimiento independentista llamado Katipunan, terminaron negociando el fin de la insurrección con el gobierno de Sagasta (diciembre de 1897).
La Intervención de Estados Unidos y el Fin del Conflicto
En 1898, Estados Unidos se decidió a declarar la guerra a España. El pretexto fue el hundimiento, tras una explosión, de uno de sus buques de guerra, el Maine, anclado en el puerto de La Habana. En marzo, los EE. UU. amenazaron con intervenir si España no les vendía la isla de Cuba. La oferta fue rechazada, pero el 20 de abril llegó el ultimátum estadounidense por el que exigía a España la renuncia a la soberanía sobre Cuba en un plazo de tres días. El 25 de abril, los estadounidenses declararon la guerra a España, interviniendo en Cuba y en Filipinas, desarrollando una rápida guerra que terminó con la derrota de la escuadra española en Cavite (Filipinas, 1 de mayo) y Santiago de Cuba (3 de julio).
Estas derrotas militares obligaron al gobierno a firmar el Tratado de París, por el que España cedió Filipinas y Puerto Rico a Estados Unidos y reconoció la independencia de Cuba.
Las Consecuencias del Desastre del 98 en España
La derrota de 1898 sumió a la sociedad y a la clase política española en un estado de desencanto y frustración. Para quienes la vivieron, significó la destrucción del mito del imperio español, en un momento en el que las potencias europeas estaban construyendo vastos imperios coloniales en Asia y África, y la relegación de España a un papel secundario en el contexto internacional.
Aun así, la crisis del 98 fue estrictamente moral y simbólica, puesto que no hubo una gran crisis política (los viejos políticos conservadores y liberales se adaptaron a los nuevos tiempos y a la retórica de la regeneración, ideales que quedaron ejemplificados en el pensamiento de Joaquín Costa, y el régimen mostró una gran capacidad de recuperación) ni económica; es más, los precios se mantuvieron, se redujo la deuda y la repatriación de capitales de las colonias aumentó la inversión.
Hubo también un regeneracionismo que partió del mismo sistema. Fue iniciado en marzo de 1899 por el nuevo gobierno conservador de Francisco Silvela, que vino a sustituir al gobierno de Sagasta, al que le había tocado vivir directamente el desastre. El gobierno tenía que enfrentarse a los problemas económicos generados por la guerra de Cuba. Por este motivo, se inició una política reformista.
El desastre dio cohesión a un grupo de intelectuales, conocidos como la Generación del 98 (Unamuno, Valle-Inclán, Pío Baroja, Azorín…). Todos ellos se caracterizaron por su profundo pesimismo, su crítica frente al atraso peninsular y plantearon una profunda reflexión sobre el sentido de España y su papel en la historia.
Por otro lado, los movimientos regionalistas y nacionalistas tuvieron una notable expansión en este tiempo, ya que la burguesía industrial vio la incapacidad de los partidos dinásticos y apoyó en Cataluña y el País Vasco principalmente a estos partidos regionales como garantes de una política nueva y modernizadora de la estructura del Estado.
A pesar de todo, en 1901, año en el que María Cristina otorgó el poder a los liberales, las promesas de regeneración habían quedado en retórica. El sistema de la Restauración había recibido un duro golpe, pero había sobrevivido casi intacto al desastre. Mientras, el 17 de mayo de 1902, al cumplir los 16 años de edad, Alfonso XIII dio comienzo a su reinado.