Evolución de la División Sexual del Trabajo y la Conquista Femenina de Derechos Civiles y Políticos

La División Sexual Del Trabajo

Para la mayoría de la población en las sociedades preindustriales (y para mucha gente en sociedades en vías de desarrollo), las actividades productivas y del hogar no estaban separadas. La producción se realizaba dentro de la casa o cerca de ella y todos los miembros de la familia participaban en el trabajo agrícola o artesanal. Las mujeres solían tener una considerable influencia dentro del hogar, pero se veían excluidas de ámbitos masculinos como los de la política y la guerra. Esto cambió con el desarrollo de la industrialización, aumentando la división entre hogar y trabajo. Entre la población se afianzó la idea de que había dos esferas separadas: la pública y la privada. Los hombres, por tener su empleo fuera de casa, pasaban más tiempo en el ámbito público y comenzaron a participar más en asuntos locales, en la política y en el comercio. Las mujeres pasaron a asociarse con los valores domésticos, como el cuidado de los niños y del hogar. Aunque desde comienzos de la Revolución Industrial hubo mujeres que trabajaron en la industria, al mismo tiempo se las presionaba para que se quedaran en casa, donde podían ser “controladas” con facilidad. Urgía desarrollar una serie de ideas, enseñadas en la iglesia, la escuela y en la familia, que mantuvieran a la mujer en su sitio.

Las mujeres enfrentaban numerosas restricciones:

  • No podían votar.
  • No podían tener propiedades.
  • Cuando trabajaban, su remuneración era la cuarta parte o la mitad de lo que ganaba un hombre haciendo el mismo trabajo.
  • Eran excluidas de las profesiones asociadas al derecho y a la medicina, de las Universidades, etc.

Este dominio masculino se reflejó en muchas leyes que consolidaban los valores de la nueva sociedad civil, a la vez que indujeron a prácticas sociales discriminatorias respecto a las mujeres.

Tras la Revolución Francesa, el gobierno autoritario de Napoleón paralizó todo esfuerzo de liberación femenina. Su Código Civil de 1804, que influyó en la condición legal de la mujer en muchos países europeos (Italia, España, Bélgica, Alemania, etc.), estableció la idea de que la mujer era propiedad del hombre y tenía en la producción de hijos su tarea principal. La esposa no podía dar, facilitar o hipotecar y adquirir propiedad, sin que el marido participase o diera su consentimiento por escrito.

Durante los siglos XIX y XX, en muchos países occidentales, las mujeres quedaron postergadas y privadas de derechos civiles y políticos. Eran consideradas como menores, incapaces de asumir responsabilidades cívicas y políticas. A las casadas se les prohibía firmar contratos o iniciar pleitos, y el marido detentaba su representación ante la ley. La autoridad del marido tenía un fin práctico: administrar la sociedad conyugal y dirigir a la mujer y a los hijos. La supremacía del marido “es un homenaje que rinde la mujer al poder que la protege”. El marido extraía su superioridad de la idea de fragilidad del sexo femenino. Originaria del derecho romano, la “fragilitas” es el derecho de protección de un menor. Esto pone de manifiesto la incoherencia del derecho, que se negaba a afirmar la supremacía marital y la justificaba por una inferioridad física que “sólo existe en las mujeres casadas”; el marido debía ser considerado “juez soberano y absoluto del honor familiar”. Además, “el marido debe protección a la mujer y la mujer debe obediencia a su marido”, decía el Código Civil francés de 1804. Esa era, más o menos explícita, la base de toda la legislación occidental. Napoleón decía que en el momento del matrimonio la mujer debía recordar su papel “culpable” en el pecado original, “porque es importante que en un siglo en que las mujeres olvidan el sentimiento de su inferioridad, se les recuerde con franqueza la sumisión que deben al hombre que se convertirá en el árbitro de su destino”. No era un pensamiento particular, sino lo que pensaban los hombres y casi todas las mujeres. En principio, la mujer tomaba la nacionalidad de su marido, salvo interés contrario del Estado. La mujer francesa perdía su apellido y, después del divorcio, el marido podía prohibirle el uso de su apellido.

El marido debía vigilar la conducta de su esposa, y tampoco se podían condenar “los actos de castigo o de vivacidad marital… la autoridad que la naturaleza y la ley otorgan al marido tienen como finalidad dirigir la conducta de la mujer”. La esposa debía vivir en el domicilio elegido por su marido, a condición de que la vivienda fuera acorde al estatus social de la pareja. El marido podía emplear la coerción para hacer volver a su mujer al domicilio: muchos juicios ordenaban que se la redujera manu militari, acompañada por un ujier que podía hacer uso de la fuerza armada. El deber conyugal autorizaba al marido a hacer uso de la violencia, en los límites trazados por la naturaleza, por las costumbres y por las leyes, siempre que no se tratase de actos contrarios al fin legítimo del matrimonio. Por tanto, quedaba excluida la violencia carnal, los atentados al pudor o a las costumbres, incluso si el marido forzaba a la mujer a tener relaciones sexuales.

Se reflejaba también el deber de reproducción y fidelidad impuesto a la mujer: se penaba severamente la infidelidad femenina, ya que se corría el riesgo de hacer entrar un extraño en la familia y perturbar así la justa distribución de los bienes. Por tanto, se castigaba mucho más que la infidelidad masculina. El adulterio era acogido como causa de separación ante la justicia, pero solo en algunos países era considerado delito, sobre todo en los latinos. Los códigos más modernos, como el alemán de 1900, y los países anglosajones y escandinavos tenían tendencia a despenalizarlo. En Francia, por ejemplo, el adulterio del marido debía ser continuado, pues solo era punible si la concubina era mantenida en el domicilio conyugal; pero si permanecía en un sitio secreto, la justicia solo calificaba este hecho de “injuria grave”. En España, un ejemplo de esta situación se encontraba en el artículo 428 del Código Penal, vigente hasta 1963, que establecía la incapacidad civil de la mujer casada.

En general, hasta la Segunda Guerra Mundial, la mujer debía solicitar el acuerdo del marido para ejercer una profesión. Hacia 1900, ya fuera con autorización expresa (como en Francia) o con autorización tácita (como en los códigos más modernos, donde el marido debía oponerse explícitamente), la mujer podía recurrir a la justicia o a una autoridad tutelar, pero los tribunales invocaban rápidamente el interés de la familia. La esposa no podía presentarse a un examen, matricularse en una Universidad, abrir una cuenta bancaria, solicitar un pasaporte, aprobar un permiso de conducir, etc.; tampoco podía actuar ante la justicia: para iniciar una acción jurídica tenía que solicitar una autorización especial. Aunque a lo largo de los siglos XIX y XX se produjo una gradual derogación de esta legislación discriminatoria en la mayoría de los países, la igualdad legal no supuso la eliminación de prácticas discriminatorias.

Comenzaron a darse discursos basados en la explicación natural de la diferencia sexual: las ciencias, la antropología, la biología y la medicina ofrecieron numerosos fundamentos “científicos” para justificar la inferioridad femenina. La inferioridad intelectual de la mujer con respecto al hombre fue muy debatida en Europa y EE. UU. durante el siglo XIX. Los argumentos procedentes de la fisiología, biología y anatomía se complementaron después con las nuevas ciencias de la psicología, el psicoanálisis y la sociología, para aducir la incapacidad mental de la mujer. El discurso de la domesticidad negaba a la mujer (esposa y madre) el perfil de la trabajadora. La identidad cultural de la mujer no se formulaba a partir de su identificación con un trabajo, como ocurría con la masculinidad. Las normas de conducta de género influyeron en la consideración negativa del trabajo extradoméstico femenino. El movimiento obrero solía suscribir el discurso de la domesticidad; se pensaba que las mujeres debían dedicarse de forma exclusiva a las tareas domésticas. Así, les fue negada una identidad de trabajadoras, incluso a las obreras. Esta visión del trabajo extradoméstico femenino como algo negativo, en la medida en que se reconocía su realidad, se consideraba como una desvirtuación de su sublime misión de madre. Desde esa perspectiva, se consideraba inadmisible el trabajo asalariado femenino, así como su presencia en el mercado laboral, ya que impedía el correcto desarrollo del trabajo doméstico, que era el prioritario de la mujer. Además, reforzó una visión del trabajo remunerado femenino como ayuda puntual y complementaria frente al canon del trabajo masculino. Esta visión, a su vez, justificó la discriminación económica y la segregación ocupacional de las trabajadoras.

La independencia económica de las trabajadoras fue considerada como una subversión del orden fundamental de la familia y como una amenaza a la supremacía masculina. Las solteras no cuadraban en este modelo de mujer que veía el matrimonio como única opción vital; se las trataba negativamente por no haber cumplido con su principal deber: “el matrimonio y la maternidad”.

El Congreso Obrero de Marsella de 1879, donde se creó el partido obrero “Federación de Trabajadores Socialistas” (que señaló la aparición de la clase obrera francesa como fuerza nacional en busca de sus formas de organización y de su proyecto político), se mostró contrario al trabajo de la mujer en la industria, ya que “destruye la belleza y la salud y la desvía de su principal función: la maternidad”. Todos los delegados lo decían: el lugar de la mujer es el hogar, no la fábrica. En dicho Congreso se reivindicó la igualdad salarial, pero en letra pequeña y sobre todo con referencia a mujeres solas. En cuanto a la reivindicación de la igualdad política, estuvo frenada durante mucho tiempo por el argumento de la izquierda: los lazos de la mujer con la Iglesia. Obstáculo para la vida de militancia política y sindical de sus maridos, existía también el riesgo de que la mujer fuera una educadora peligrosa, perpetuando en la familia, sobre todo de madre a hija, las influencias clericales. Por ella, “el confesionario” se infiltraba en el hogar. Por el momento, la igualdad política era imposible. Un delegado obrero de París recogió vivos aplausos cuando se pronunció por el reconocimiento del derecho de igualdad de la mujer, pero con la reserva de que era absolutamente necesario que se lograra su educación civil y política. La superstición de las mujeres servía de excusa para rechazar su derecho al voto y justificar la autoridad del padre de familia. El hombre, que en general no profesaba religión, sabía que si obedecía a su mujer, sería también el servidor del clericalismo. En España, a pesar de los argumentos en contra y las denuncias de mujeres como Emilia Pardo Bazán o Concepción Arenal, siguió persistiendo la duda sobre el potencial intelectual de la mujer. Incluso la izquierda, aunque algunos lo atribuían a su defectuosa educación: “es de creer que con la base de una suficiente educación, estudios, preparación intelectual, etc. la mujer sea capaz de casi el mismo rendimiento intelectual que el varón en muchos casos”.

¿Cómo se explica la aceptación por una mayoría abrumadora de esta situación? Varias son las razones:

  • El peso de la religión y de la doctrina católica en torno a la familia y el matrimonio.
  • Conveniencia económica: el matrimonio era la opción para lograr la independencia económica.

En los años 30 del siglo XX, se apreció un cambio de actitudes de las mujeres jóvenes frente al matrimonio. Empezaron a surgir pequeños núcleos de mujeres con carreras y profesiones que no consideraban el matrimonio como única meta en la vida.

La Lucha por los Derechos Civiles y Políticos

Se suelen situar las fuentes del feminismo en la Revolución Francesa y en los cambios económicos de la Revolución Industrial. La Ilustración, el liberalismo, etc., daban argumentos a la causa feminista: la razón, la libertad, el progreso… Tras la Revolución Francesa, los primeros movimientos feministas aparecieron vinculados a los movimientos democráticos y a los primeros socialistas: a los socialistas utópicos como Saint-Simón, Fourier, Owen… Las feministas también echaron raíces en movimientos de renovación religiosa. Las campañas antivicio fueron a menudo paralelas a la lucha por el derecho de voto de las mujeres.

Estados Unidos

El movimiento feminista tuvo un auge considerable en EE. UU. a partir de mediados del siglo XIX, surgiendo como un movimiento que luchaba por la igualdad política y jurídica entre los sexos.

En su desarrollo fue decisivo el protagonismo de las mujeres en dos movimientos sociales, creando así una conciencia colectiva:

La lucha por la abolición de la esclavitud

Fue una experiencia decisiva en su capacitación social y en la formación de una identidad femenina. Las mujeres abolicionistas lucharon por la igualdad de razas, pero también llegaron a esbozar el principio de la igualdad de sexos. Esta movilización familiarizó a muchas mujeres con estrategias de combate y de resistencia que no tardaron en aplicar a su propia lucha.

El reformismo religioso de pureza moral

El protestantismo promovía la lectura y la interpretación directa de los textos sagrados, por lo cual incentivó la escolarización de las niñas, al entender que la labor de toda buena cristiana es leer la Biblia. Esto aumentó, también, el número de maestras. Poco a poco fue surgiendo en EE. UU. a mediados del siglo XIX una amplia capa de mujeres de clase media, con buen nivel educativo, y muchas se convirtieron con el tiempo en el núcleo impulsor del feminismo. A su vez, el activismo femenino religioso fomentó una experiencia colectiva y conocimientos organizativos que luego aplicaron a su lucha. Ambos movimientos sirvieron como espacio de aprendizaje y formación de una conciencia colectiva feminista entre núcleos importantes de mujeres.

El congreso pionero del feminismo como movimiento social en EE. UU. se celebró en 1848 en Seneca Falls (Estado de Nueva York). La iniciativa había sido motivada por la marginación de un grupo de mujeres abolicionistas, años antes, en una Convención Internacional Antiesclavista celebrada en Londres. Ante su discriminación, decidieron convocar otra convención para defender los derechos de la mujer. Se hizo una “Declaración de Sentimientos” que denunciaba los abusos del hombre sobre la mujer. Tomada de la Declaración de Independencia de 1776, se apropiaba de los discursos políticos vigentes en la cultura norteamericana para legitimar su filosofía feminista. Esta declaración extendió los derechos individuales de los hombres blancos a las mujeres en el campo legal, económico, político y doméstico. Reclamaba que “todos los hombres y mujeres son creados iguales, que están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables como la vida, la libertad y el empeño de la felicidad”. En el caso de incumplimiento de tales derechos, recordaba la facultad de cuestionar el gobierno para defender su seguridad y manifestaba como lícita la rebelión. Identificaba y condenaba las múltiples discriminaciones sexistas de la sociedad americana, tales como:

  • Privación del derecho al voto.
  • La muerte civil.
  • La carencia de derechos para las casadas.
  • Exclusión de muchas profesiones.

Se declaraban no válidas todas aquellas leyes que entorpecían la felicidad de la mujer y las que la colocaban en una situación inferior a la del hombre. Reclamaban la igualdad de sexos, la equidad salarial y de opciones laborales; el derecho a la libertad, al patrimonio y la propiedad, al empleo y la participación política, el acceso a todos los niveles de educación, la igualdad en el matrimonio y, en definitiva, la eliminación de la supremacía masculina en todos los ámbitos sociales. Aunque sin unanimidad, se pedía el sufragio femenino, convirtiendo este manifiesto en uno de los primeros alegatos políticos colectivos a favor del sufragio femenino.

Tras la Guerra Civil Americana (1861-1865), los políticos del Norte decidieron concederle la libertad a los esclavos, pero no los derechos políticos. El debate se centró entonces en esto y se logró, primero, el derecho al voto para los hombres negros libres, mientras se seguía negando a todas las mujeres. Las defensoras de la igualdad de sexos dieron lugar a un movimiento autónomo, la “Asociación Nacional para el Sufragio de la Mujer”, que dio pasos decisivos para la creación de un movimiento feminista independiente de los partidos políticos y de otros movimientos reformistas. La Asociación transformó el feminismo histórico en un movimiento social específico de las mujeres, abogando por una amplia concepción del feminismo e inaugurando una larga etapa de mayor militancia reivindicativa centrada en el sufragio hasta su concesión en 1920. Todos estos movimientos estuvieron dirigidos por mujeres burguesas.

El interclasismo no penetró en el mundo obrero e incluso fue rechazado por el socialismo organizado, que emprendió una crítica feroz contra el “feminismo burgués”. Para las organizaciones obreras, el proceso revolucionario de la lucha de clases implicaría de forma automática la emancipación de las mujeres.

Gran Bretaña

En 1864, el Parlamento británico aprobó la Ley de Enfermedades Contagiosas, que regulaba la inspección sanitaria de las prostitutas en zonas militares. Su objetivo fue el control de la difusión de las enfermedades venéreas entre los soldados. La policía podía calificar a una mujer como “prostituta común”, obligarla a someterse a controles médicos periódicos y, si padecía alguna de esas enfermedades, internarla obligatoriamente en un hospital penitenciario. Esta ley generó abusos de autoridad por parte de la policía. En caso de sospecha, cualquier mujer podía ser abordada y sometida a registros policiales y médicos y, si no aceptaba, debía demostrar ante los tribunales “su virtud”. Miles de mujeres se movilizaron contra esta ley, contra su trato discriminatorio y sexista.

El sufragismo británico se dividió en:

Tendencia moderada constitucionalista (desde 1860)

En 1866, John Stuart Mill presentó en el Parlamento Británico una petición para obtener el voto sin distinción de sexo, avalada por 1500 firmas. No tuvo resultados, pero sirvió para que surgiera el sufragismo como movimiento social, caracterizado por su constitucionalismo, por su voluntad de actuar dentro de la ley, respetando la legislación vigente.

Tendencia radical de acción directa (principios del siglo XX)

El fracaso de las campañas constitucionalistas dio paso a un movimiento radical y militante con tácticas violentas y la lucha de acción directa, que rompía los esquemas tradicionales de conducta de género refinadas de la burguesía. Su principal dirigente era Emmeline Pankhurst, fundadora de la “Unión Social y Política de Mujeres” (USPM) en 1903. Además del voto, entre sus objetivos figuraba el uso del poder establecido mediante el sufragio “para establecer la igualdad de derechos y oportunidades entre los sexos, y para promover el bienestar social e industrial de la comunidad”.

Frente al sufragismo liberal (que decía que la desigualdad de la mujer se debía a su exclusión de la educación y de determinados derechos) o del feminismo socialista (que enfatizaba las desigualdades sociales y el capitalismo como fuente de desigualdad de género), Pankhurst y sus hijas mantenían que los intereses de las mujeres trascendían la clase social y que, en un mundo de predominio masculino, existían más vínculos que unían a las mujeres que elementos que las dividían. El sufragismo radical se convirtió en un instrumento de lucha subversiva de gran relevancia política y social que cuestionaba las bases patriarcales de la sociedad británica. En un principio se acercó al Partido Laborista, pero desde 1906 rompieron con él y se convirtieron en un movimiento separatista de mujeres, movilizando a miles de mujeres de las clases media y trabajadora. Su método incluía:

  • Interrumpir a políticos en sus mítines.
  • Rechazo a pagar multas.
  • Desórdenes públicos.
  • Marcar con ácido los campos de golf con su lema.
  • Romper escaparates, etc.

Ahora bien, nunca se atentó contra ninguna vida humana, solo contra cosas o propiedades. La huelga de hambre sería después la acción principal de las que fueron encarceladas.

España

En España, las mujeres, salvo excepciones, tenían poco interés por sus derechos políticos. Varias pueden ser las causas:

  • Ausencia de una burguesía media fuerte.
  • Reducida integración en el mercado laboral.
  • El conservadurismo político.
  • La carga cultural de la Iglesia Católica, etc.

Pese a todo, Mary Nash considera como feminismo algunas actuaciones, experiencias e iniciativas encaminadas al cambio social de las relaciones de género, aunque no se cuestionara la sociedad patriarcal. En España, los orígenes más remotos se remontan a mujeres concretas como Emilia Pardo Bazán o Concepción Arenal. Emilia Pardo Bazán denunció que los avances culturales, políticos, etc., del siglo XIX solo habían servido para incrementar las distancias entre los sexos, sin promover la emancipación femenina. Defendía el sufragio censitario, que reservaba el voto a las personas cultas y a las mujeres sabias. Su rechazo a la democracia recuerda al movimiento moderado británico, que no promovió el sufragio universal masculino y femenino. Concepción Arenal fue la primera mujer española en ir a la Universidad y la primera abogada. Defendió a los reclusos y a las mujeres; escribió varios libros como “La mujer del porvenir” o “La mujer de su casa”. Igual que Emilia Pardo Bazán, demostró poco interés por los derechos políticos de las mujeres pero, en cambio, tuvieron un activismo constante en la educación femenina. Por lo tanto, el feminismo en España se convirtió en agente educador y dinamizador de la educación y cultura femenina como instrumento de la liberación de las mujeres. Hubo grupos de mujeres relacionadas con los nacionalismos, con la Institución Libre de Enseñanza, con el reformismo católico… aunque no partidarias de la igualdad de sexos, solicitaron un papel activo en la educación, la cultura, la asistencia social, etc.

España fue uno de los países que estableció en una Constitución el derecho al sufragio de las mujeres. El derecho a ser elegidas fue anterior al de poder votar. En las Cortes de 1931, hubo tres diputadas: Clara Campoamor (P. Radical), Victoria Kent (P. Radical-Socialista) y, después, Margarita Nelken (Socialista). Los partidos no mostraron demasiado interés por el voto femenino, existiendo el temor a que pudiera ser negativo para la República. Victoria Kent, por ejemplo, era contraria al derecho al voto en esos momentos. En cambio, Campoamor lo defendía aun a sabiendas de que podía ser malo para su partido. Finalmente, se aprobó el voto para las mujeres. La polémica persistió hasta las elecciones de 1933, cuando fue derrotada la izquierda y algunos culparon de ello a las mujeres. Pero lo cierto es que la izquierda fue desunida a esas elecciones. La República supuso algunos cambios para la mujer:

  • El matrimonio civil.
  • El reconocimiento de la igualdad entre hijos legítimos e ilegítimos.
  • La investigación de la paternidad.
  • El divorcio.

Estas fueron medidas de gran trascendencia que suponían una mejora de la situación de la mujer, así como normas de rango menor pero de protección e impulso a la incorporación de la mujer a los ámbitos de la educación y el trabajo.

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