Las Constituciones del Periodo Isabelino
La Constitución de 1837
La Constitución de 1837 establecía que la soberanía residía en la Nación y configuraba una monarquía constitucional con separación de poderes. El rey conservaba la iniciativa legislativa y el derecho a disolver las Cortes, aunque de forma limitada. El sistema electoral era censitario e indirecto. Las Cortes eran bicamerales: un Congreso elegido por los contribuyentes y un Senado nombrado por el rey. Reconocía derechos fundamentales como la libertad de imprenta, asociación y petición, la inviolabilidad del domicilio y de la propiedad, y establecía el catolicismo como religión oficial con una tolerancia limitada hacia otros cultos. Su aplicación se vio dificultada por la inestabilidad política y los conflictos entre progresistas y moderados, quienes consideraban que otorgaba demasiado poder a las Cortes.
La Constitución de 1845
La Constitución de 1845, obra de los moderados, sustituyó a la de 1837. Aprobada tras la caída de Espartero, reflejaba un liberalismo doctrinario más autoritario. Establecía que la soberanía residía en la Nación, pero su ejercicio correspondía al rey con las Cortes, limitando la participación popular y reforzando la autoridad monárquica. El sufragio era muy restringido, incluyendo a menos del 1% de la población. Las Cortes seguían siendo bicamerales, pero el Congreso perdía parte de su independencia y el Senado pasaba a ser completamente de designación real. Se reconocían derechos individuales, pero subordinados a la ley, y se consolidaba un Estado centralizado y jerárquico, con gobernadores civiles y un férreo control de las élites sobre la política y la administración territorial.
La Década Moderada (1844–1854): El Estado Centralizado
Durante diez años, el poder permaneció en manos de los moderados. Fue el período de mayor estabilidad política del reinado y de construcción efectiva del Estado liberal centralizado. Gobiernos encabezados por Narváez y Bravo Murillo reorganizaron la administración, la justicia y la Hacienda.
La reforma fiscal de 1845, diseñada por Alejandro Mon, creó un sistema tributario moderno basado en impuestos directos e indirectos. La creación de la Guardia Civil, la Ley de Instrucción Pública de 1845 y el Concordato de 1851 con la Santa Sede completaron el entramado de control social e ideológico. El régimen buscaba el orden por encima de la participación.
En paralelo, el Estado impulsó obras públicas, carreteras y los primeros ferrocarriles, preludio de la industrialización. No obstante, la prosperidad benefició sobre todo a las élites y a la burguesía urbana, mientras el campesinado permanecía en la pobreza.
La exclusión política y el autoritarismo provocaron una creciente oposición. En 1854, una alianza de militares y progresistas, encabezados por O’Donnell y Espartero, se alzó contra el régimen, publicando el Manifiesto de Manzanares, que reclamaba una “regeneración liberal”. El levantamiento marcó el fin de la Década Moderada.
El Bienio Progresista (1854–1856): Reformismo y Esperanza
El triunfo del pronunciamiento de 1854, cuyo Manifiesto de Manzanares fue redactado por Cánovas del Castillo, devolvió el poder a los progresistas. Espartero asumió la jefatura del gobierno con O’Donnell en el Ministerio de la Guerra. Esta alianza inauguró el Bienio Progresista, un breve período de apertura política y reformas estructurales.
Las Cortes Constituyentes elaboraron la Constitución de 1856, conocida como non nata porque nunca llegó a promulgarse. En ella se proclamaba la soberanía nacional, la responsabilidad del gobierno ante las Cortes y una amplia declaración de derechos: libertades de culto, imprenta, reunión y asociación. Se ampliaba también el sufragio censitario.
Entre las reformas más trascendentes estuvo la Desamortización de Madoz (1855), que afectó tanto a bienes eclesiásticos como comunales. Su objetivo era financiar obras públicas y reducir la deuda, pero también consolidó la propiedad privada en manos de la burguesía, expulsando a muchos campesinos de sus tierras.
La Ley de Ferrocarriles (1855) impulsó la expansión de la red ferroviaria y atrajo capital extranjero, integrando el mercado nacional. Al mismo tiempo, surgieron las primeras organizaciones obreras, que protagonizaron huelgas y disturbios en Cataluña, preludio del movimiento obrero español.
Las divisiones entre Espartero (más popular) y O’Donnell (más conservador) desembocaron en el golpe militar de julio de 1856, que devolvió el poder a la reina. El Bienio dejó un legado de reformas económicas y avances sociales, pero también evidenció la fragilidad del liberalismo español y su dependencia de los ejércitos.
La Unión Liberal y la Crisis del Régimen (1856–1868)
Tras el fracaso del Bienio, emergió una fuerza intermedia: la Unión Liberal, liderada por O’Donnell, que pretendía reconciliar a moderados y progresistas dentro de un marco de orden y progreso. Su etapa fue la última fase de estabilidad relativa del reinado.
La Unión Liberal promovió la expansión económica mediante la construcción de ferrocarriles, la minería y las inversiones coloniales. España vivió un breve auge exportador y una política exterior activa: la Guerra de África (1859–1860), las expediciones a Cochinchina y México, y la intervención en Marruecos dieron prestigio al ejército y al gobierno.
Sin embargo, el sistema político permanecía controlado por una oligarquía. El caciquismo garantizaba los resultados electorales y la participación política seguía restringida. Isabel II, rodeada de camarillas, intervenía constantemente en los cambios de gobierno, minando la legitimidad de la monarquía.
A partir de 1863, la Unión Liberal se fracturó. Los progresistas, encabezados por Prim y Sagasta, reclamaban una apertura política. La crisis financiera de 1866, con el colapso de los ferrocarriles y de la banca, agravó el descontento social. Ese mismo año, la sublevación del cuartel de San Gil y el Pacto de Ostende entre progresistas, demócratas y republicanos sellaron el compromiso de derrocar a Isabel II.
En septiembre de 1868, el pronunciamiento de Topete, Prim y Serrano en Cádiz dio inicio a la Revolución Gloriosa. Tras la victoria en la batalla de Alcolea, Isabel II huyó a Francia. Se ponía fin a un largo reinado caracterizado por la inestabilidad, la corrupción política y el dominio militar.
El liberalismo isabelino había fracasado en su intento de conciliar orden y libertad, pero su experiencia sería el fundamento del Sexenio Democrático (1868–1874).
Balance del Liberalismo Isabelino: Logros y Limitaciones
El período 1833–1868 fue, ante todo, el laboratorio donde se edificó el Estado contemporáneo español. Se abolieron los restos del Antiguo Régimen, se consolidó la propiedad privada y se creó una administración centralizada. La reforma fiscal de 1845, la Guardia Civil, los gobernadores civiles y la división provincial constituyeron los pilares de un Estado moderno que sobreviviría a todos los cambios de régimen posteriores.
El liberalismo isabelino representó la revolución burguesa española, aunque incompleta. Se estableció un sistema basado en la propiedad, la legalidad y la centralización, pero se mantuvieron profundas desigualdades sociales. El nuevo Estado garantizaba el orden, no la participación política.
En el terreno político, el reinado de Isabel II estuvo marcado por el militarismo y el clientelismo. Los generales —Espartero, Narváez, O’Donnell, Prim— actuaron como árbitros del poder, y la Corona nunca supo mantenerse neutral. La alternancia entre progresistas y moderados no respondía a elecciones libres, sino a pronunciamientos o a la voluntad real.
Aun así, el liberalismo introdujo avances fundamentales: reconocimiento de derechos individuales, consolidación de una cultura constitucional, impulso de la economía capitalista y creación de una burocracia estatal eficiente. Sin embargo, su carácter excluyente —con un sufragio censitario ínfimo y una política controlada por las élites— impidió que el liberalismo se convirtiera en una fuerza verdaderamente nacional.
El reinado de Isabel II fue, en definitiva, un periodo de transición del absolutismo a la modernidad. Las instituciones liberales se implantaron, pero la sociedad no participó de ellas plenamente. Como afirmó Emilio Castelar en 1868, “España tenía leyes de libertad, pero no libertad; instituciones de progreso, pero no progreso”.
El liberalismo isabelino legó tanto los cimientos del Estado moderno como los vicios que lo acompañarían —caciquismo, exclusión política, militarismo—, pero permitió a España entrar, por primera vez, en la senda de la contemporaneidad.
