La Crisis del Antiguo Régimen y la Revolución Liberal (1808-1814)
La Guerra de Independencia y las Nuevas Instituciones
A lo largo de la Guerra de Independencia (1808-1814), se fue gestando un nuevo régimen político promovido por españoles que no apoyaban a José I ni a las instituciones del Antiguo Régimen. Se produjo una auténtica revolución política, con la creación de nuevas instituciones políticas que decían actuar en nombre del rey y cuya legitimidad residía en el pueblo. Entre estas instituciones, las más importantes fueron las Juntas, compuestas por ilustrados, militares, clérigos y otras personalidades elegidas por los ciudadanos.
Ante la necesidad de organizarse tanto política como militarmente, se crearon las Juntas Provinciales, que más tarde pasarían a formar una Junta Suprema Central en Aranjuez, en septiembre de 1808. Esta junta estaba presidida por el conde de Floridablanca y tuvo a Jovellanos como una de sus figuras más representativas. Sin embargo, debido al avance de las tropas francesas, se vieron obligados a trasladarse a Cádiz y se disolvieron el 29 de enero de 1809 por motivos internos.
Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812
Más de un año más tarde, el 24 de septiembre de 1810, las Cortes de Cádiz abrían sus puertas, a salvo de las tropas francesas. A diferencia de las Cortes medievales, divididas en estamentos, las de Cádiz unían a todos los diputados en una sola asamblea. La mayoría eran clérigos, funcionarios, abogados, militares, comerciantes y propietarios; gran parte de ellos pertenecían a la clase media urbana y, en total, eran unos 300 diputados, de los cuales 60 eran americanos.
Las Cortes reunieron a distintos grupos ideológicos:
- A la izquierda se encontraban los liberales, partidarios de cambios radicales y de otorgar a las Cortes toda la soberanía.
- En el centro se situaban los llamados “jovellanistas”, quienes, con una postura más moderada, apoyaban el compromiso entre la nación y el rey a través de unas Cortes estamentales.
- Y, por último, a la derecha, los absolutistas, enemigos de las reformas y partidarios de la vuelta de Fernando VII y, con él, del absolutismo.
En las cámaras se aprobaron principios como la soberanía nacional, la división de poderes, la libertad de imprenta, el reconocimiento de Fernando VII como rey legítimo y la anulación de los decretos propuestos por José I. Además, se proclamó la igualdad de representación y de derechos entre americanos y peninsulares. Con todo esto, el 19 de marzo de 1812 entró en vigor la Constitución de 1812, apodada «La Pepa», una de las más progresistas de la historia de España. En ella se reconocía a España como una nación que comprendía ambos hemisferios (España y América) y como un Estado unitario y centralizado. También se reconocían una serie de derechos individuales, aunque no presentaba una declaración de derechos explícita como tal.
En las Cortes también se procedió a desmantelar el entramado social y económico del Antiguo Régimen:
- Se abolieron los privilegios de la nobleza y el clero, incluyendo la abolición del régimen señorial.
- Se elaboró una nueva concepción de la propiedad privada.
- Se declaró la libertad de comercio e industria.
- Se suprimieron las aduanas interiores y la Inquisición.
- Se expropiaron propiedades a los “afrancesados”.
La Constitución fue marcadamente liberal, puesto que estableció el sufragio universal masculino indirecto, la primacía de la soberanía de las Cortes sobre el rey, la autoconvocatoria de las Cortes y el aplazamiento hasta 1830 del requisito de saber leer y escribir para poder votar.
El Reinado de Fernando VII (1814-1833)
El regreso de Fernando VII y la restauración absolutista
A finales de 1813, se firmó el Tratado de Valençay, por el que Napoleón reconocía a Fernando VII como rey de España. En marzo de 1814, Fernando VII regresó a España desde Francia, aclamado popularmente como «el Deseado» y símbolo de la legitimidad monárquica. En abril de 1814, recibió el Manifiesto de los Persas, firmado por diputados absolutistas. En este texto se criticaba el poder asumido por las Cortes de Cádiz y las Juntas durante la Guerra de Independencia y se solicitaba la anulación de su obra legislativa y el restablecimiento de las instituciones tradicionales españolas. El 4 de mayo de 1814, el rey firmó un decreto que anulaba las Cortes y suspendía la Constitución de 1812.
El Sexenio Absolutista (1814-1820)
Se inició así el Sexenio Absolutista (1814-1820). Este periodo comenzó con la detención de los liberales más importantes y la disolución de las Cortes. Apoyado por los absolutistas, Fernando VII anuló la libertad de prensa, restableció la Inquisición, frenó las desamortizaciones y restauró la sociedad estamental. El rey se enfrentó a graves problemas como la inestabilidad del gobierno, la crisis de la Hacienda y la creciente oposición liberal, que se manifestó a través de diversos pronunciamientos militares. Aunque la mayoría fracasaron, el 1 de enero de 1820 triunfó el pronunciamiento del teniente coronel Rafael Riego en Cabezas de San Juan (Sevilla), quien proclamó la Constitución de 1812.
El Trienio Liberal (1820-1823)
Ante el éxito del pronunciamiento, Fernando VII se vio obligado a firmar un decreto en marzo de 1820 en el que prometió jurar la Constitución de 1812, dando paso a un Estado liberal parlamentario. A este periodo se le conoce como el Trienio Liberal (1820-1823). Durante estos años, se restablecieron las leyes aprobadas en Cádiz, como la supresión definitiva de la Inquisición, la abolición del régimen señorial y la reanudación de las desamortizaciones. Se aprobó el primer Código Penal (1822), se estableció la división del territorio en 52 provincias, se reorganizó la Milicia Nacional y se expulsó a los jesuitas.
No obstante, este periodo estuvo marcado por la división de los liberales en dos facciones principales:
- Los moderados o doceañistas: antiguos diputados liberales de Cádiz, como Agustín de Argüelles y Francisco Martínez de la Rosa, que representaban el ala más conservadora del liberalismo.
- Los exaltados: protagonistas de la revolución de 1820, como Juan Álvarez Mendizábal o Antonio Alcalá Galiano, que defendían posturas más radicales.
Durante este tiempo, surgió una fuerte oposición conservadora, partidaria del absolutismo, aglutinada bajo el lema “Dios, patria y rey”. Estos absolutistas buscaron el apoyo de la Santa Alianza (Austria, Rusia y Prusia), que, en el Congreso de Verona, decidió intervenir. En abril de 1823, un ejército francés, conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis y bajo el mando del Duque de Angulema, invadió España con el fin de restaurar el absolutismo.
La Década Ominosa (1823-1833)
A partir de entonces, comenzó la llamada Década Ominosa (1823-1833), la última etapa del reinado de Fernando VII. Aunque se restablecieron las instituciones de la monarquía absolutista, el régimen evolucionó hacia un reformismo moderado ante la grave crisis económica. Los liberales sufrieron una dura represión: muchos se exiliaron y otros, como el propio Riego, fueron ejecutados. A pesar de los intentos de reformas económicas y administrativas para atajar la quiebra de la Hacienda, estas no lograron solucionar los profundos problemas del país.
El problema sucesorio y el inicio del Carlismo
En este contexto, surgió el problema sucesorio. Fernando VII no había tenido descendencia masculina y su cuarta esposa, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, estaba embarazada. Ante esta situación, el rey promulgó en marzo de 1830 la Pragmática Sanción, que anulaba la Ley Sálica (impuesta en 1713 por Felipe V), la cual impedía reinar a las mujeres si había herederos varones en la línea principal o lateral. Meses más tarde, en octubre de 1830, nació su hija, la futura Isabel II. Con ello, se cerraban las opciones de su hermano, Carlos María Isidro, a ascender al trono, quien no reconoció la Pragmática Sanción. Fernando VII murió en septiembre de 1833, dando comienzo a la regencia de María Cristina de Borbón, madre de Isabel, y, simultáneamente, al estallido de la Primera Guerra Carlista (1833-1840).
La Emancipación de la América Española
Paralelamente a estos sucesos en la península, se desarrolló el proceso de independencia de las colonias americanas. Este tuvo sus raíces en:
- El malestar de las élites criollas (descendientes de españoles nacidos en América), que se sentían desplazadas de los altos cargos políticos y administrativos en favor de los peninsulares.
- La crisis política de 1808 en España, que generó un vacío de poder aprovechado por los movimientos independentistas.
- La influencia de las ideas ilustradas y los ejemplos de la Independencia de Estados Unidos (1776) y la Revolución Francesa (1789).
El proceso se llevó a cabo en distintas fases y regiones:
- En el Virreinato del Río de la Plata: Paraguay proclamó su independencia en 1811, seguido por Argentina en 1816.
- En el Virreinato de Nueva Granada: la rebelión liderada por Simón Bolívar culminó con la independencia de Colombia (1819), Venezuela (1821) y Ecuador (1822), que conformaron inicialmente la Gran Colombia.
- En el Virreinato de Nueva España: la independencia de México fue proclamada por Agustín de Iturbide en 1821.
- En el Virreinato del Perú: Perú, centro del poder realista, consiguió su independencia en 1821, consolidada en 1824 tras las batallas de Junín y Ayacucho.
Hacia 1825, España solo conservaba Cuba y Puerto Rico en América. La pérdida de la mayor parte de su imperio colonial supuso un duro golpe político y económico para España, agravando los problemas fiscales y afectando a ciertas industrias y cultivos que dependían del comercio colonial.
El Reinado de Isabel II (1833-1868)
El reinado de Isabel II se divide en dos grandes etapas:
- La minoría de edad (1833-1843), durante la cual se sucedieron la Regencia de María Cristina de Borbón (1833-1840) y la Regencia de Espartero (1840-1843).
- La mayoría de edad o reinado efectivo (1843-1868).
La Minoría de Edad de Isabel II (1833-1843)
La Regencia de María Cristina (1833-1840) y la Primera Guerra Carlista
La Regencia de María Cristina comenzó tras la muerte de Fernando VII en 1833. Simultáneamente, estalló la Primera Guerra Carlista (1833-1840). Este conflicto enfrentó a:
- El bando isabelino o cristino: partidarios de Isabel II como reina y defensores de la Pragmática Sanción. Agrupaba a los liberales y a los absolutistas más moderados.
- El bando carlista: partidarios de Carlos María Isidro (Carlos V para sus seguidores), hermano de Fernando VII, y defensores de la Ley Sálica. Contaba con el apoyo de los absolutistas más intransigentes y sectores tradicionalistas del campesinado y el clero, especialmente en el País Vasco, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo.
En la primera fase de la guerra, el bando carlista, bajo el liderazgo militar de figuras como Tomás de Zumalacárregui, obtuvo importantes victorias. No obstante, en 1835, el fallido asedio de Bilbao y la muerte de Zumalacárregui supusieron un duro golpe para los carlistas. El ejército isabelino, reorganizado y con líderes como Baldomero Espartero, logró victorias decisivas, como la de Luchana en 1836. La guerra finalizó con el Convenio o Abrazo de Vergara (1839) entre el general Espartero, líder isabelino, y el general carlista Rafael Maroto, aunque algunos focos de resistencia carlista persistieron. Las consecuencias de la guerra fueron significativas a nivel demográfico (causó muchas muertes), económico (destrucción y gastos) y político, ya que la contienda prestigió a los militares, quienes a partir de entonces tendrían una presencia muy destacada en la vida política española.
La Transición al Liberalismo Moderado
Durante la Regencia de María Cristina, se produjo una transición gradual del absolutismo moderado hacia un liberalismo también moderado. Inicialmente, la regente contó con absolutistas reformistas como Francisco Cea Bermúdez. Sin embargo, la necesidad de apoyos frente al carlismo la llevó a buscar la colaboración de los liberales moderados. En 1834, Francisco Martínez de la Rosa elaboró el Estatuto Real, una especie de carta otorgada. Este establecía unas Cortes bicamerales (Estamento de Próceres y Estamento de Procuradores), pero no reconocía la soberanía nacional, ni la división de poderes de forma clara, ni una declaración de derechos individuales. Frente a la extrema moderación de este primer liberalismo, surgió un fuerte movimiento liberal progresista que, mediante la presión popular y pronunciamientos (como el Motín de La Granja de San Ildefonso en 1836), consiguió forzar la llegada al poder de figuras progresistas como Juan Álvarez Mendizábal (1835) y, posteriormente, José María Calatrava (1836).
El Avance Progresista y la Constitución de 1837
Se inició así un periodo de claro avance progresista (aproximadamente 1835-1840), durante el cual se acometieron importantes reformas, destacando la desamortización eclesiástica de Mendizábal. Se proclamó la Constitución de 1837, de carácter progresista pero que buscaba el consenso con los moderados. Esta reconocía unas Cortes bicamerales (Congreso de los Diputados y Senado), la soberanía nacional (aunque matizada, dando lugar a interpretaciones de soberanía compartida entre Cortes y Rey), la división de poderes y una declaración de derechos individuales.
La Regencia de Espartero (1840-1843)
Ante los intentos de María Cristina de frenar el avance progresista (especialmente con la Ley de Ayuntamientos), surgió una fuerte oposición progresista liderada por el general Baldomero Espartero, héroe de la guerra carlista. En 1840, Espartero se hizo con la regencia tras la renuncia y exilio de María Cristina. Sin embargo, su gobierno personalista y autoritario, junto con medidas como el arancel librecambista que perjudicaba a la industria catalana, generó una amplia oposición. Un pronunciamiento militar encabezado por los generales moderados Ramón María Narváez y Leopoldo O’Donnell en 1843 provocó la dimisión y exilio de Espartero. Ante el vacío de poder, las Cortes decidieron adelantar la mayoría de edad de Isabel II, quien con solo 13 años fue proclamada reina el 8 de noviembre de 1843. Comenzaba así la Década Moderada (1844-1854), con Narváez al frente del gobierno.
El Reinado Efectivo de Isabel II (1843-1868)
La Década Moderada (1844-1854)
En este nuevo periodo, bajo el liderazgo del general Narváez, se consolidó el Estado liberal moderado. Entre sus principales medidas destacan:
- La creación de la Guardia Civil (1844), un cuerpo armado con fines civiles para el mantenimiento del orden público y la protección de la propiedad.
- La promulgación de la Constitución de 1845, de carácter marcadamente conservador y que sustituyó a la de 1837. Esta establecía:
- Unas Cortes bicamerales con un Senado no electivo en su totalidad.
- La soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, con clara primacía de la Corona.
- La confesionalidad católica del Estado.
- Una restricción de los derechos y libertades.
- La reforma de la Hacienda (Ley Mon-Santillán).
- La firma del Concordato con la Santa Sede (1851).
- La elaboración de un nuevo Código Penal (1848) y el proyecto de un Código Civil.
El autoritarismo del régimen moderado, la corrupción y la suspensión de las Cortes en 1854 aumentaron el descontento, especialmente entre los progresistas y el emergente Partido Demócrata (fundado en 1849), que defendía el sufragio universal masculino y mayores libertades.
El Bienio Progresista (1854-1856)
El Bienio Progresista (1854-1856) comenzó con el pronunciamiento militar del general Leopoldo O’Donnell en Vicálvaro (la «Vicalvarada»). Aunque inicialmente no tuvo un éxito claro, la posterior publicación del Manifiesto de Manzanares (redactado por Cánovas del Castillo), que prometía reformas progresistas, sumó apoyos populares y de otros militares como el general Francisco Serrano. Ante la presión, Isabel II encargó la formación de gobierno al general Espartero, quien gobernó en coalición con O’Donnell.
Durante esta etapa se aprobaron importantes leyes económicas:
- La Desamortización General de Madoz (1855), que afectó a bienes de la Iglesia, pero sobre todo a los bienes de propios y comunes de los ayuntamientos.
- La Ley General de Ferrocarriles (1855), que impulsó la construcción de la red ferroviaria.
- La Ley de Sociedades Bancarias y Crediticias (1856).
Se elaboró una nueva Constitución, la Constitución de 1856, de carácter progresista, pero que no llegó a entrar en vigor (por ello es conocida como la «non nata») debido a la crisis política y social que llevó a la dimisión de Espartero y al fin del Bienio.
La Crisis Final del Reinado (1856-1868)
Entre 1856 y 1868 se produjo una alternancia en el poder entre los moderados, liderados nuevamente por Narváez, y la Unión Liberal, un partido de centro liderado por O’Donnell. Este periodo se caracterizó por una relativa estabilidad inicial y una política exterior activa, pero también por el progresivo desgaste del régimen isabelino debido a:
- El autoritarismo creciente.
- La exclusión de los progresistas del poder.
- La crisis económica de mediados de la década de 1860.
- El descrédito de la propia reina.
En 1866, progresistas, demócratas y, más tarde, republicanos firmaron el Pacto de Ostende, con el objetivo de derrocar a Isabel II e implantar un nuevo régimen democrático. Las muertes de Narváez (abril de 1868) y O’Donnell (1867) dejaron a la reina cada vez más aislada. En septiembre de 1868 estalló la Revolución Gloriosa (o «la Septembrina»), un pronunciamiento militar iniciado por el almirante Juan Bautista Topete en Cádiz, al que se sumaron los generales Juan Prim (progresista) y Francisco Serrano (unionista). Isabel II se vio obligada a exiliarse a Francia. Comenzaba entonces el periodo conocido como el Sexenio Democrático (1868-1874).