El Reinado de Isabel II: Revolución Liberal, Carlismo y Construcción del Estado

El Reinado de Isabel II: Revolución Liberal, Carlismo y Construcción del Estado Liberal (1833-1868)

El reinado de Isabel II (1833-1868) significó la creación y consolidación del Estado liberal en España. El Antiguo Régimen fue definitivamente desmantelado, permitiendo el desarrollo de un Estado burgués parlamentario, dirigido por una nueva clase social: la burguesía agraria.

Se sentaron las bases del sistema económico capitalista moderno y se produjo el paso de la sociedad estamental a la sociedad de clases. En esta época surgió el movimiento obrero, que aunque fue lento al principio, terminaría irrumpiendo con fuerza a finales del reinado de Isabel II.

El Pleito Dinástico y el Origen del Carlismo

A finales del reinado de Fernando VII se planteó un pleito dinástico. Según el Auto Acordado con las Cortes (imitación de la Ley Sálica), la sucesión de Fernando VII debía corresponder a su hermano Carlos María Isidro y no a su hija Isabel.

En el año en que nació Isabel, Fernando VII dictó la Pragmática Sanción de 1830, permitiendo el reinado de Isabel II y la regencia de su madre María Cristina.

Los carlistas reaccionaron contra la Pragmática Sanción por considerarla una imposición de los liberales, y provocaron las Guerras Carlistas.

A los cuatro días de la muerte de Fernando VII, Don Carlos María Isidro proclamó desde Portugal sus derechos dinásticos (Manifiesto de Abrantes). El día 3 se produjo la primera proclamación de Don Carlos, en Talavera, y el 5 fue reconocido como Rey en Bilbao y Álava, mientras surgían partidas carlistas por todo el país.

No fue una simple guerra dinástica, sino un conflicto civil de fuerte contenido social.

Ideología y Apoyos del Carlismo y el Isabelinismo

Ideológicamente, en el bando carlista se alinearon los absolutistas más intransigentes, defensores del Altar (Dios) y el Trono. Los ideales del carlismo defendían la figura de Dios, la patria y los fueros, por ello fue más apoyado en el norte de la Península.

Socialmente, el carlismo estaba encabezado por una parte de la nobleza y por los miembros ultraconservadores de la Administración y del Ejército. A ellos se unieron la mayor parte del bajo clero, del campesinado y artesanos.

El bando cristino o isabelino respaldó los derechos sucesorios de la Infanta Isabel y, por tanto, a la Reina Gobernadora, María Cristina. Se unieron en él los sectores más reformistas del absolutismo, encabezados por el Jefe del Gobierno, Cea Bermúdez; los liberales moderados, los progresistas e incluso los revolucionarios retornados del exilio, que veían en el apoyo a la Regente la única posibilidad de transformar el país. También le apoyaban la plana mayor del Ejército, los altos cargos de la Administración y las altas jerarquías de la Iglesia. Además, el apoyo fue mayor en las ciudades, tanto por parte de la burguesía de negocios (comerciantes, industriales y financieros) como de las llamadas capacidades (intelectuales, profesores, abogados, médicos, etc.).

En el plano internacional, los isabelinos contaron con el reconocimiento y apoyo diplomático y militar de Portugal, Inglaterra y Francia. Los carlistas no llegaron a conseguir un rápido reconocimiento, al carecer de una capital y de un respaldo consistente por parte de las instituciones del país, aunque contaron con el apoyo de los imperios austriaco, prusiano y ruso. La guerra se prolongó, entre otras causas, por las dificultades económicas del gobierno de María Cristina para financiar la lucha.

Las Guerras Carlistas (1833-1876)

Las llamadas guerras carlistas fueron realmente una guerra civil que se mantuvo a lo largo de casi medio siglo (1833-1876), aunque sin continuidad, ya que fueron solo tres periodos de pocos años los que tuvieron una verdadera fase bélica. Durante los interludios se mantuvieron algunos focos rebeldes que siguieron protagonizando enfrentamientos.

Se enfrentaban, por una parte, los carlistas, partidarios de Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, que se consideraba legítimo heredero del trono con el nombre de Carlos V; y por otra, el gobierno español, esto es, los isabelinos, partidarios de Isabel.

Los carlistas contaban con el apoyo de las clases más tradicionalistas y absolutistas, la nobleza rural, el bajo clero y los grupos populares y campesinos en las Provincias Vascas, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo (comarca entre Castellón y Teruel). La razón estaba en la defensa que hacían los absolutistas de respetar sus derechos tradicionales fiscales y forales. Por la otra parte, al gobierno de los regentes y de Isabel II lo apoyaban los isabelinos, los liberales y absolutistas moderados.

La Primera Guerra Carlista (1833-1840)

Se inició con el levantamiento de partidas carlistas en el País Vasco y Navarra, y pronto controlaron el medio rural. Los partidarios de Carlos se hicieron fuertes en el norte, desde Galicia a Cataluña. El coronel Tomás de Zumalacárregui fue quien consiguió configurar un gran ejército que derrotó en varias ocasiones a los isabelinos. Su muerte supuso el freno de los avances carlistas, comenzando así una época de estériles batallas que acabó en 1840 cuando el general isabelino Espartero y el carlista Maroto firmaron el Acuerdo de Vergara, poniendo fin a los enfrentamientos. Carlos se exilió en Francia.

La Segunda Guerra Carlista (1846-1849)

Se debió al fracaso de los intentos de casar a Isabel II con el pretendiente carlista, Carlos Luis de Borbón. Isabel II terminó casándose con su primo Francisco de Asís de Borbón. Tuvo como escenario determinados enclaves rurales de Cataluña. Carlos María Isidro había abdicado en 1845 a favor de su hijo Carlos Luis de Borbón, conde de Montemolín (Carlos VI). Sus partidarios iniciaron las batallas en las zonas rurales catalanas con apoyo popular, sectores del campesinado y el clero, llegando a formar un ejército de diez mil hombres. Aunque la respuesta isabelina terminó derrotándolos y expulsándolos en 1846. Se mantuvieron algunos focos hasta 1860.

La Tercera Guerra Carlista (1872-1876)

Se inició una vez destronada Isabel II, ya en el Sexenio Revolucionario, y supuso la reiniciación de los conflictos por algunos de los mismos escenarios que la primera (Provincias Vascas, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo), esta vez por los partidarios de Carlos VII, el cuarto pretendiente desde 1833. Las últimas batallas se libraron en Seo de Urgell y Montejurra (Navarra). La victoria liberal esta vez fue definitiva.

Consecuencias de las Guerras Carlistas

Las consecuencias más destacadas de las guerras carlistas fueron:

  • La derrota definitiva del tradicionalismo y absolutismo.
  • La abolición definitiva de los antiguos fueros.
  • El ascenso y popularidad de los militares que apoyaron el liberalismo.
  • Como consecuencia de lo costoso que resultó la guerra, el Estado buscó recursos, lo que explica las desamortizaciones de 1836 y 1855.

La derrota carlista y su exilio significaron el fin del absolutismo.

La Construcción del Estado Liberal: Las Regencias (1833-1843)

A la muerte de Fernando VII en 1833, su hija Isabel no tenía ni tres años, por lo que asumió la Regencia su madre, María Cristina, asesorada por un Consejo Consultivo.

Las dos tendencias ideológicas en que había quedado dividida la sociedad española del siglo XVIII tomaron las armas, unos a favor de Don Carlos y otros de la Regente: los carlistas defendían lo que creían esencias tradicionales hispanas: fueros, catolicismo, monarquía absoluta; los liberales-isabelinos las corrientes románticas europeizantes: liberalismo, tendencias anticlericales y soberanía nacional.

La Regencia de María Cristina (1833-1840)

La Regencia de María Cristina duró siete años. Renunció a favor de Espartero a causa de los acontecimientos políticos y de la guerra carlista.

En principio, María Cristina nombró como presidente de gobierno a Cea Bermúdez, hombre con ideas absolutistas. Pero en pocos meses la Regente vio amenazado el trono de su hija y buscó el apoyo de grupos liberales. Como consecuencia, fue obligada a nombrar jefe del gobierno a Martínez de la Rosa, que promulgó el Estatuto Real de 1834 (“Constitución de 1834”). A partir de este momento comenzó la separación de los liberales entre moderados y progresistas.

El Estatuto Real de 1834

El Estatuto Real era una Carta Otorgada donde se establecían unas Cortes Bicamerales, con un Estamento de Próceres y un Estamento de Procuradores. Los puestos del Estamento de Próceres eran de designación real y vitalicios, siendo así una cámara muy conservadora. La segunda cámara era electiva mediante un sufragio censitario muy restrictivo e indirecto. La convocatoria competía exclusivamente a la Corona, solo podían discutir lo que se les consultara y podían ser disueltas a voluntad del Rey.

El Estatuto Real no satisfizo a los liberales más progresistas que formaron las Juntas revolucionarias en varias ciudades. Así, la Regente se vio obligada a aceptar la dimisión de Toreno y a nombrar a un progresista, Mendizábal, Jefe del Gobierno, que inició las verdaderas primeras reformas liberales en 1835, como:

  • La desamortización de los bienes del clero.
  • Supresión de la Mesta.
  • Supresión de diezmos.
  • Expulsión de los jesuitas.
  • Ayuntamientos representativos.

Con Mendizábal en el Gobierno se procedió a convocar unas Cortes para reformar el Estatuto Real, proponiéndose este acabar con la guerra carlista y la crisis de la Hacienda.

La solución que Mendizábal quiso dar al problema de la Hacienda tenía dos partes: primero, la consecución de créditos del exterior, y segundo, una desamortización eclesiástica, puesto que según él, con los bienes que se obtuvieran se pagaría la deuda nacional y se obtendrían créditos extranjeros.

Un Decreto del 11 de octubre de 1835 suprimió las comunidades religiosas, excepto las que se dedicaban al cuidado de enfermos y niños pobres.

La Desamortización no tenía únicamente una razón económica; junto a este intento, los liberales buscaban la adquisición de simpatizantes para su partido. Sin embargo, este intento fracasó porque los beneficiados de la Desamortización fueron quienes tenían poder económico para comprar las tierras.

La poca colaboración de la Regente hizo dimitir a Mendizábal y provocó en 1836 el Motín o Sargentada de la Granja, que llevó a dar al gobierno de María Cristina un matiz más liberal que el del Estatuto Real, promulgando la Constitución de 1837, de tipo liberal, la cual, pese a su tendencia progresista, tenía importantes concesiones a los moderados. Caracterizada por su brevedad, tiene como rasgo diferencial el contemplar la existencia de soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, puesto que en ella se dice que el poder legislativo corresponde a las Cortes con el Rey. Además, definió dos cámaras, con denominaciones que han llegado a la actualidad: Congreso de los Diputados, por elección directa y sufragio censitario, y el Senado, cuyos miembros eran elegidos por el Rey entre ternas propuestas por los electores. Se reconocía la soberanía nacional y realizaba una amplia declaración de derechos individuales.

Esta política fue favorecida por las disensiones que en aquel momento hicieron aparición en el bando carlista y que lograron en 1839 el Convenio de Vergara, que puso fin a la primera guerra carlista con el triunfo de los liberales. La oposición de la Regente a la Ley de Ayuntamientos de 1840, unida a diversos problemas de la vida privada de María Cristina, la forzaron a renunciar y a marchar fuera del país.

La Regencia de Espartero (1840-1843)

En ausencia de María Cristina se nombró a un nuevo Regente: el General Espartero (1841-1843), quien explotó su éxito militar y un año más tarde se apoderó de la Regencia, obligando a renunciar a María Cristina.

Esta renuncia creó un problema constitucional, lo que llevó a unas elecciones en mayo de 1841 que aprobaron la Regencia de Espartero, que fue unipersonal, pasando a ser líder de los progresistas. Los moderados se pusieron en marcha con otro general, Narváez (El espadón de Loja). La breve Regencia de Espartero tuvo que luchar con diversas fuerzas:

  • Un grupo de moderados que contaban con la ayuda económica de María Cristina.
  • Los enemigos personales de Espartero: Narváez y O’Donnell.
  • Los sectores progresistas descontentos de su partido.

En Cataluña hubo una gran oposición hacia Espartero debido a motivos económicos, y los catalanes se opusieron a la política librecambista y a la ampliación de medidas desamortizadoras; destacó el general Prim en la oposición.

El descontento del país, unido al personalismo de Espartero y su carácter militarista, llevó a que se crease enemigos y un levantamiento general encabezado por Narváez, que triunfó en agosto de 1843. Espartero abandonó España y se refugió en Inglaterra. Acabada la Regencia de Espartero, las Cortes votaron el 8 de noviembre de 1843 adelantar la mayoría de edad de Isabel II (13 años) y, aprobada la propuesta, Isabel II pasó a ser Reina de España.

El Reinado Personal de Isabel II (1843-1868)

Isabel II juró la Constitución de 1837 y se hizo cargo del gobierno, comenzando a reinar excesivamente joven e inmadura.

Su reinado estuvo influenciado por su madre, quien desde París influía en la Corte a través de personajes interpuestos. Las intrigas palaciegas relevaban a los distintos gobiernos y propiciaban el ascenso o la caída en desgracia de los personajes más importantes de la vida política. Los dos personajes de la Corte que lograron atraerse la confianza de la Reina fueron: el padre Claret, su confesor, y Sor Patrocinio, “la monja de las llagas”, que llegaron a ejercer influencia política sobre la Reina, más allá de lo estrictamente religioso.

En 1846 se le impuso matrimonio con su primo Francisco de Asís, a pesar de que este padecía inconvenientes para la consumación del matrimonio y para engendrar al heredero de la Corona.

Su reinado apenas se diferenciaría del periodo de las regencias: militarismo, bicameralismo y predominio moderado, con algún breve periodo progresista: el Bienio 1854-1856, y el periodo indeciso de la Unión Liberal. Sin embargo, se afianzó el constitucionalismo, se normalizaron las relaciones con la Iglesia a través de la firma del Concordato de 1851, y sobre todo se logró la unificación administrativa.

El juego de los partidos políticos permanecía igual; la única novedad significativa fue la aparición, en la década de los años cincuenta, de una nueva formación de centro: la Unión Liberal. Y es que en el esquema político isabelino solo cabían los partidos estrictamente burgueses: los moderados, los progresistas, la Unión Liberal (desde 1854) e incluso los demócratas, mientras los republicanos quedaban fuera del juego político. Esto representó el divorcio entre la España oficial y la España real.

A lo largo del Reinado de Isabel II, se fue produciendo la consolidación del Estado liberal. Su reinado se podría dividir en etapas de acuerdo con la tendencia de quienes estaban en el poder.

La Década Moderada (1844-1854)

Con el gobierno en manos de los moderados y dirigido por el general D. Ramón María Narváez, se inició la Década Moderada. Sentó las bases del nuevo Estado y organizó sus principales instituciones. En estos años se hicieron importantes logros:

  • Se creó la Guardia Civil en 1844 por el Duque de Ahumada, dedicada a poner orden en las zonas rurales.
  • Se aprobó una nueva Ley de Ayuntamientos en 1845 y la reorganización de las Diputaciones Provinciales.
  • Reforma del sistema fiscal elaborada en 1845, creándose un sistema fiscal eficaz y moderno. Los impuestos quedaron clasificados en: impuestos directos e impuestos indirectos.
  • Aprobación de la Ley Electoral de 1846, con sufragio restringido.
  • Firma del Concordato con la Santa Sede (1851), por el que se normalizaron las relaciones del Estado liberal con la Iglesia Católica, deterioradas desde las leyes desamortizadoras.
  • La elaboración de la Constitución de 1845, de carácter moderado, mucho más reaccionaria y conservadora que la de 1837. Esta Constitución estuvo en vigor hasta 1869.
La Constitución de 1845

La Constitución de 1845 proclamó la soberanía compartida de la Corona con las Cortes. En tema religioso, proclamó la confesionalidad católica del Estado. En relación con las cámaras legislativas, continuaron siendo bicamerales, aunque las competencias del Rey se vieron ampliadas notablemente. El Rey nombraba a todos los senadores, pero los candidatos debían tener títulos y poseer determinados bienes y rentas. Los diputados serían elegidos por cinco años y se limitó el derecho de voto a los contribuyentes que pagaran un determinado impuesto.

En definitiva, el dominio de la Corona sobre las demás instituciones fue el protagonista durante esta etapa.

La crisis en 1847, por la toma de decisión de con quién se casaba Isabel II, produjo la dimisión de Narváez, sustituido por Bravo Murillo, y el comienzo de la Segunda Guerra Carlista.

La política de Bravo Murillo fue conservadora. Se fueron sucediendo varios gobiernos cada vez más ineficaces que, entre la corrupción y las intrigas políticas, dieron lugar al comienzo del Bienio Progresista (1854-1856).

El Bienio Progresista (1854-1856)

El Bienio Progresista o Liberal se debió a una causa social unida a una radicalización de la tensión política. La inicial conspiración de militares moderados fracasó, y los sublevados, dirigidos por el general O’Donnell, se enfrentaron en la Vicalvarada, pero no consiguieron ningún éxito.

El Manifiesto de Manzanares, redactado por Antonio Cánovas del Castillo, el 7 de julio de 1854, apoyado por otros jefes militares y con la población en las calles, hizo que comenzaran a aparecer Juntas y que el golpe triunfara. Finalmente, la Reina nombró a Espartero como jefe de gobierno y este a O’Donnell como Ministro de la Guerra. Esta coalición entre moderados y progresistas aplicó principios progresistas, reflejados en:

  • Constitución non nata de 1856.
  • La Desamortización de Madoz.
  • La Ley General de Ferrocarriles.
  • Una Ley de Sociedades Bancarias y Crediticias.

Debido a un clima de grave conflictividad social, el gobierno presentó una Ley de Trabajo, introduciendo algunas mejoras laborales y permitiendo las asociaciones obreras.

En los primeros meses de 1856 se sucedieron violentos motines en el campo castellano y principales ciudades del país, cada vez reprimidos con mayor brutalidad por el ejército y la Guardia Civil. La situación provocó una grave crisis en el gobierno. Espartero dimitió y O’Donnell recibió en 1856 el encargo de formar gobierno, reprimiendo duramente las protestas.

El Gobierno de la Unión Liberal (1858-1863)

Hasta 1858 el gobierno estuvo nuevamente en manos de Narváez, pero no supo renovar su moderantismo, lo que dio lugar a que apareciera como solución a la crisis de moderados y progresistas un “partido de centro”. En junio de 1858, la Unión Liberal que dirigía O’Donnell recibió el encargo de formar gobierno, que duró cinco años.

La Unión Liberal no poseía unos principios políticos profundos, aunque sí lógicos: síntesis de libertad y orden, unión de los españoles bajo un liberalismo, repudio a los extremismos políticos, etc.

La política intentada por O’Donnell consistió en dar a conocer España en la política exterior para que los españoles se olvidaran de sus problemas internos. Así se desarrollaron acciones como:

  • La expedición a Indochina (Cochinchina) (1858-1863), logrando la libertad comercial en la zona.
  • La intervención en México (1862).
  • Las de mayor importancia fueron en el norte de África, especialmente en Marruecos (1859-1860); el objetivo era la protección de Ceuta y Melilla.

Hubo una coyuntura favorable debida a las inversiones extranjeras. Además, se adoptó una política desamortizadora al mismo tiempo que se intentaba llegar a un acuerdo con la Santa Sede.

La Unión Liberal carecía de un programa concreto y sus hombres no supieron enfrentarse a problemas puntuales. En 1863 O’Donnell cayó del poder y comenzó una nueva crisis en el gobierno isabelino que llevaría a la catástrofe.

La Crisis Final del Reinado y la Revolución de 1868

Tras la caída de O’Donnell, se produjo un retorno al moderantismo, de nuevo con el general Narváez en septiembre de 1864, abriéndose el proceso que dio al traste con la monarquía borbónica. En ese proceso fue decisiva la crisis económica y el agravamiento de problemas sociales y políticos.

Los primeros síntomas de la crisis se produjeron en 1864, al detenerse las construcciones ferroviarias, faltaron inversiones extranjeras, los precios cayeron. La Guerra de Secesión de EEUU hizo caer en picado la producción textil catalana. Su resultado fue la pérdida de capacidad adquisitiva, el hundimiento del mercado y la extensión de la crisis a todos los sectores.

A esta situación se unió el clima de descontento político generalizado y la actitud cada vez más autoritaria de Narváez y O’Donnell al frente del gobierno. Pruebas de esa actitud fueron los sucesos de la noche de San Daniel y la sublevación de los sargentos del Cuartel de San Gil.

En la matanza de la noche de San Daniel murieron estudiantes en solidaridad con las ideas de los catedráticos que habían sido depuestos. Finalmente, la Reina optó en junio por poner a O’Donnell como jefe de gobierno.

Un intento de pronunciamiento del general Prim fue la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil, el 22 de junio de 1866, cuando intentaron hacerse con el control de Madrid. La rápida respuesta militar fue dirigida por O’Donnell y Serrano. El cuartel fue tomado al asalto.

A tan dura represión siguió una ola de protestas por todo el país. La respuesta gubernamental, de nuevo bajo la jefatura de Narváez, fue la represión indiscriminada. En agosto de 1866 se reunieron demócratas y progresistas y llegaron al Pacto de Ostende (Bélgica), por el que se comprometieron a derrocar a Isabel II, tras lo cual se elegiría por sufragio universal masculino una asamblea constituyente que decidiría sobre la forma de gobierno, monarquía o república. Salió una monarquía, pero que no fuese de la dinastía borbónica, culminando con la Revolución del 68 “La Gloriosa”, que fue el golpe que derribó a Isabel II y que se inició como uno de tantos pronunciamientos militares unidos con masas populares, derrotando a los ejércitos isabelinos del general Pavía en la batalla del Puente de Alcolea. Isabel II huyó a Francia, iniciándose una de las etapas de mayor inestabilidad política de la España del siglo XIX: el Sexenio Democrático o Revolucionario.

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