A lo largo de más de tres milenios, la organización interurbana de las ciudades españolas ha venido marcada por sucesivas oleadas de poblamiento, conquista, declive y renovación; por la consolidación de redes de comunicación y flujos comerciales; por procesos de industrialización y terciarización; y, en las últimas décadas, por la transición hacia modelos de desarrollo urbano sostenible y tecnológicamente avanzados. En la península Ibérica existen vestigios de poblados costeros desde la Edad del Bronce, como Los Millares (ca. 3200–1300 a. C.), pero no hablamos de “ciudades” hasta la llegada de fenicios, griegos y cartagineses (siglos VIII–VI a. C.), que fundaron colonias portuarias orientadas al comercio mediterráneo, tales como Gadir (Cádiz), Malaka (Málaga) y Emporion (Empúries). La verdadera urbanización se inicia con la conquista romana (218–19 a. C.), cuando los romanos refundaron o fundaron municipios con trazados ortogonales basados en cardo y decumano, foros, termas, anfiteatros, acueductos y murallas. Ciudades como Tarraco (Tarragona), Emerita Augusta (Mérida), Corduba (Córdoba), Caesaraugusta (Zaragoza), Barcino (Barcelona) y Lucus Augusti (Lugo) quedaron comunicadas por una extensa red de vías (Vía Augusta, Vía de la Plata), que facilitó el intercambio de mercancías, tropas e ideas urbanísticas. Estas bases —planimetría, infraestructura de abastecimiento y saneamiento, funciones administrativas y religiosas— perviven en el plano urbano actual.
A partir del siglo III las ciudades romanas sufrieron crisis demográfica y económica, y, ya durante la monarquía visigoda (siglos V–VIII), se mantuvieron algunos centros administrativos pero sin redes viarias eficientes ni planificación sistemática. Con la conquista islámica (711) renació la vida urbana: el Califato de Córdoba (929–1031) convirtió a la ciudad omeya en la más poblada de Occidente, quizá con 100 000 habitantes, organizada en torno a zocos, patios, madrasas y almunias. Sevilla, Toledo, Málaga, Granada y Murcia se estructuraron en medinas amuralladas, con arrabales que luego se integrarían en sucesivas ampliaciones. Según cronistas medievales, Córdoba llegó a contar con hasta 300 industrias artesanas especializadas en seda, metalistería y cerámica. En paralelo, en el norte peninsular la recuperación urbana fue más gradual: Oviedo, León y Santiago de Compostela se consolidaron como centros políticos, religiosos y comerciales entre los siglos IX y X. A partir del siglo XI el Camino de Santiago articuló la red urbana del noroeste, multiplicando mercados y hospitalidades. Durante la Reconquista, las monarquías cristianas refundaron y fundaron villas con fueros —Burgos, Valladolid, Logroño, Bilbao, San Sebastián— establecieron ferias y favorecieron el comercio con Europa.
Durante la Edad Moderna, el descubrimiento de América (1492) y la apertura de rutas atlánticas reactivaron ciudades portuarias como Sevilla y Cádiz, pero también centros del interior como Salamanca, Alcalá de Henares, Toledo y Granada, gracias a sus universidades, audiencias y monasterios. En 1561 Felipe II trasladó la Corte a Madrid, lo que impulsó su expansión: se trazaron barrios reales (Austrias, Lustrales), se construyó alcantarillado y se trajo agua desde el valle del Lozoya; bajo los Borbones, en el siglo XVIII, proliferaron hospitales, ministerios y palacios, haciendo crecer su población de unos 75 000 habitantes en 1561 a más de 250 000 en 1700. Sin embargo, la crisis demográfica y económica del siglo XVII —guerra de Flandes, peste de 1647 en Sevilla— provocó el despoblamiento del interior y el refuerzo de la periferia costera atlántica y mediterránea: Valencia, Málaga y Barcelona comenzaron a despuntar gracias al comercio marítimo.
En el siglo XIX, la llegada del ferrocarril (desde 1848) y la creación de capitales de provincia favorecieron la industria textil en Cataluña (Barcelona, Sabadell, Tarrasa), la siderúrgica en el País Vasco (Bilbao, Baracaldo) y la metalúrgica en Asturias (Gijón, Avilés). La población de España creció de 11 millones en 1800 a casi 19 millones en 1900, y las ciudades triplicaron su censo: Madrid y Barcelona superaron los 500 000 habitantes, y Bilbao, Valencia, Sevilla, Zaragoza y Málaga rebasaron los 100 000. Con el derribo de murallas surgieron los ensanches ortogonales de Barcelona (Ildefons Cerdà, 1859), Madrid (Carlos M. de Castro, 1860), Valencia, Pamplona, León y Vitoria, diseñados con redes de gas, agua y tranvía, inicialmente ocupados por clases medias y altas. Paralelamente, en las periferias nacieron barrios marginales de infravivienda (El Poblenou en Barcelona, Tetuán en Madrid), fábricas y depósitos ferroviarios.