La desamortizacion de madoz. 1 de mayo de 1855 texto

TEMA 9: Construccion Estado Liberal(1833-1868)I. LAS REGENCIAS Y EL PROBLEMA CARLISTA (1833-1843)


A la vez que moría Fernando VII y se iniciaba la guerra civil por su sucesión, comenzaba también la construcción de la nueva España liberal.
La primera propuesta de los consejeros de María Cristina de Borbón -viuda de Fernando VII y reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija Isabel II- fue realizar unas reformas, que parecían necesarias, a fin de alcanzar un «justo medio» que pudiera atraer a los ya autodenominados carlistas y a los nuevos liberales.

1. La Regencia de María Cristina:


El Estatuto Real de 1834:

tras la muerte de Fernando VII María Cristina fue nombrada regente y llamó a gobernar a Cea Bermúdez, partidario del absolutismo. El ministro de Fomento, Javier de Burgos, llevó a cabo una gran labor reformista -de destacar es la creación de una nueva división provincial que es la misma que, con pocas modificaciones, tenemos hoy en día-. El estallido de la guerra carlista aglutina a gran parte de los absolutistas del lado de Carlos María Isidro, y esto hace inevitable una aproximación a las tesis liberales para consolidar a Isabel II en el trono, y así en enero de 1834, el nuevo ministro Martínez de la Rosa, una vez que se dio cuenta de que era imposible acuerdo alguno con los carlistas, intentó lograr un equilibrio entre las tendencias -moderada y radical- de los pocos liberales que se habían ofrecido a ayudar a María Cristina para comenzar a andar por la nueva senda liberal. El primer resultado fue la elaboración del Estatuto Real.
El Estatuto, que fue sancionado y firmado por la reina gobernadora en abril de 1834, fijó por escrito el deseo de una transición entre el Antiguo y el Nuevo Régimen que no resultara demasiado traumática. Por un lado, era una «Carta otorgada» de parecida naturaleza a la Carta constitucional que en 1814 había ofrecido Luis XVIII a los franceses: el monarca, sin que las Cortes intervinieran, se limitaba a consentir a su lado otros poderes del Estado; por otro lado, era una «constitución» incompleta: no regulaba los poderes del rey ni del Gobierno, ni recogía declaración alguna sobre los derechos de los individuos. Con las normas electorales vigentes sólo podían votar unos 16.000 varones sobre una población de 12 millones de habitantes. En los dos años siguientes a su promulgación pudo comprobarse que no satisfacía a los liberales radicales, quienes proponían una auténtica Constitución nueva -elaborada desde la soberanía nacional- o la vuelta a la de 1812. –

La reacción Progresista (1835-1837) :

La guerra contra los carlistas supuso una radicalización del liberalismo en armas. En 1836 permanecía el clima de crispación provocado por la incertidumbre de la guerra civil y por la situación desastrosa de la Hacienda. El conde de Toreno sustituyó a Martínez de la Rosa y durante su breve mandato de cuatro meses llevó a cabo amplias reformas, la más importante es la desamortización de los bienes del clero dirigida por el ministro de Hacienda Juan Álvarez de Mendizábal;
Eso y la disolución de la Compañía de Jesús y el clima anticlerical supuso la ruptura de relaciones con la Santa Sede. El motín de los sargentos de La Granja, en agosto de 1836, obligó a la regente a restablecer la Constitución de 1812 y a nombrar como jefe de gobierno a José María Calatrava, un hombre de los del trienio liberal, que ya por entonces empezaban a llamarse «progresistas». Pero esta no fue más que una solución temporal y un procedimiento para poder convocar unas Cortes Constituyentes para que trajeran la nueva Constitución que se solicitaba. –

La desamortización de Mendizábal (1836-1837):

La desamortización, primero de los bienes eclesiásticos y luego de bienes de los pueblos, fue la medida práctica de mayor trascendencia tomada por los gobiernos liberales, y se desarrolló durante todo el siglo XIX e incluso parte del XX. El hecho de desamortizar tales bienes suponía dos momentos bien diferenciados: primero, la incautación por parte del Estado de esos bienes, por lo que dejaban de ser de «manos muertas»; es decir, dejaban de estar fuera del mercado, para convertirse en «bienes nacionales»; y segundo, la puesta en venta, mediante pública subasta, de los mismos. El producto de lo obtenido lo aplicaría el Estado a sus necesidades. Este dilatado proceso de ventas no fue continuo, sino resultado de varias desamortizaciones: la de Godoy, ministro de Carlos IV (1798); la de las Cortes de Cádiz (1811-1813); la del trienio liberal (1820-1823); la de Mendizábal (1836-1851), y la de Pascual Madoz (1855-1924). En todo este proceso se expropió el 39 por ciento de la superficie del Estado. De estas desamortizaciones, nos centraremos de forma especial la de Mendizábal, porque la puesta en práctica de su decreto trajo la ruptura de las relaciones diplomáticas con Roma y removió y dividió la opinión pública de tal forma, que ha quedado en la historia contemporánea como «la desamortización» por antonomasia. Cuando en 1835, llamado por sus amigos políticos y hombres de negocios progresistas, llegó desde Londres para presidir el Gobierno, lo que le preocupaba era garantizar la continuidad en el trono de Isabel II, esto era, la del nuevo Estado liberal. Para ello era condición necesaria ganar la guerra carlista, que en ese momento resultaba incierta; pero este objetivo no podría realizarse sin dinero o sin crédito. A su vez, para poder fortalecer la credibilidad del Estado ante futuras peticiones de crédito a instituciones extranjeras, era preciso eliminar, o por lo menos disminuir, la deuda pública hasta entonces contraída o, dicho de otro modo, pagar a los acreedores. El decreto desamortizador, publicado en 1836, en medio de la guerra civil con los carlistas, puso en venta todos los bienes del clero regular -frailes y monjas-. De esta forma quedaron en manos del Estado y se subastaron no solamente tierras, sino casas, monasterios y conventos con todos sus enseres -incluidas las obras de arte y los libros-. Al año siguiente, 1837, otra ley amplió la acción, al sacar a la venta los bienes del clero secular -los de las catedrales e iglesias en general-, aunque la ejecución de esta última se llevó a cabo unos años más tarde, en 1841, durante la regencia de Espartero. Con la desamortización de Mendizábal se pretendían lograr varios objetivos a la vez:
Ganar la guerra carlista; eliminar la deuda pública; atraerse a las filas liberales a los principales beneficiarios de la desamortización, que componían la incipiente burguesía con dinero; poder solicitar nuevos préstamos, al gozar ahora la Hacienda española de credibilidad, y cambiar la estructura de la propiedad eclesiástica, que de ser amortizada y colectiva pasaría a ser libre e individual. Pero había más: así se debilitaba a una gran aliada del carlismo y la Iglesia sería reformada y transformada en una institución del Nuevo Régimen, comprometiéndose el Estado a mantener a los clérigos y a subvencionar el correspondiente culto. Habría que concluir señalando que, en conjunto, el proceso de desamortizaciones no sirvió para que las tierras se repartieran entre los menos favorecidos, porque no se intentó hacer ninguna reforma agraria, sino conseguir dinero para los planes del Estado. La extensión de lo vendido se estima en el 50 por 100 de la tierra cultivable y su valor entre el 25 y el 33 por 100 del valor total de la propiedad inmueble española. La desamortización trajo consigo una expansión de la superficie cultivada y una agricultura algo más productiva.
Otras consecuencias de trascendencia histórica fueron: en lo social, la aparición de un proletariado agrícola, formado por más de dos millones de campesinos sin tierra, jornaleros sometidos a duras condiciones de vida y trabajo solamente estacional; y la conformación de una burguesía terrateniente que con la adquisición ventajosa de tierras y propiedades pretendía imitar a la vieja aristocracia. En cuanto a la estructura de la propiedad, apenas varió la situación desequilibrada de predominio del latifundismo en el centro y el sur de la Península y el minifundio en extensas áreas del norte y noroeste. Además, el impacto de la desamortización en la pérdida y el expolio de una gran parte del patrimonio artístico y cultural español fue, asimismo, importante. –

La Constitución de 1837:

De acuerdo con lo establecido en la Constitución de 1812, se celebraron en los meses de septiembre y octubre de 1836 las elecciones para diputados a las Cortes Constituyentes o Extraordinarias, las que se convocan exclusivamente para proporcionar una Constitución al país. El clima fue de general indiferencia entre los pocos que habían sido llamados a votar de acuerdo con el sufragio censitario. Las razones de esta indiferencia fueron muy diversas, aunque influyeron de forma decisiva la preocupación por la guerra civil y la misma desorientación política. Así, durante cerca de nueve meses, las Cortes fueron elaborando la nueva Constitución, que al fin juró María Cristina el 18 de junio de 1837. Se produjo, pues, su promulgación en un momento especialmente comprometido para los liberales isabelinos, porque en mayo, la llamada Expedición Real del ejército carlista, con Carlos María Isidro al frente, se había puesto en marcha desde Navarra para alcanzar Madrid, a cuyos alrededores llegaría en septiembre. Precisamente por la situación tan incierta por la que estaba pasando el liberalismo, esa Constitución -calificada de progresista por haber en ese momento un gobierno de dicha tendencia- resultó ser mucho más un elemento de unión de los grupos liberales ante el peligro común que la plasmación exclusiva del ideario progresista. Así, mientras en el preámbulo del texto se sobreentiende que la soberanía nacional reside únicamente en la nación, sin embargo, no hay ningún artículo que lo proclame explícitamente. Las dos diferencias más importantes con respecto a la Constitución de 1812 fueron el reforzamiento del poder de la Corona y el Parlamento bicameral. La ley electoral que acompañó a la Constitución era sumamente restrictiva y en las elecciones de 1837 solamente fueron llamados a votar el 2 % de la población, es decir, los principales propietarios. Por lo demás, los aspectos más progresistas de esta Constitución de 1837 fueron los referentes a la libertad de prensa y al poder otorgado a los ayuntamientos. En el primer caso se sometía la calificación de los delitos de prensa a un jurado especial, lo cual significaba la práctica impunidad de aquella, de forma que iba a ser una de las razones que incitaría a los moderados a reformar la Constitución. En el segundo, las corporaciones municipales -alcalde y concejales serían elegidas por sufragio universal masculino por los vecinos sin intervención del poder central. Si a esto se le añade que también el texto señalaba que la Milicia Nacional, que estaba compuesta por ciudadanos voluntarios para mantener el orden, dependería directamente de los ayuntamientos, es fácil entrever que estos se convertían en verdaderos centros de poder local al margen de Madrid, que podían llegar a ser cabezas de motines o de pronunciamientos. –

El trienio moderado (1837-1840):

Las elecciones de 1837 supusieron, como era lógico en función del sufragio censitario, un triunfo de los moderados que pusieron fin al espíritu de entendimiento que se dio en la elaboración de la Constitución de 1837. Evaristo Pérez de Castro era el presidente de un gobierno con graves problemas económicos por la guerra carlista. Dos militares tenían mucha influencia, en el bando moderado Narváez, y en el progresista Espartero, representaban bandos contrarios dentro del liberalismo y su rivalidad era manifiesta. Pero Espartero ganó predicamento tras vencer en la guerra carlista y firmar en agosto de 1839 el Convenio de Vergara que ponía fin a la guerra carlista y que desarrollaremos a continuación. Varias leyes moderadas, sobre todo la que ponía fin a la elección de los alcaldes por los vecinos motivó la formación de juntas por todos sitios y una insurrección generalizada. La reina pidió a Espartero que lo reprimiera y éste no sólo se negó sino que pidió un gobierno progresista y la disolución de las Cortes. La reina le nombró presidente, renunció a la regencia y se marchó a Francia.

2. El problema carlista y la primera guerra (1833-1839)


Análisis de los dos bandos enfrentados

Fernando VII murió el 29 de septiembre de 1833, dos días después, su hermano Carlos María Isidro, a través del Manifiesto de Abrantes, reclamaba el trono desde Portugal. Muchas ciudades españolas le siguieron. Otras siguieron fieles a la reina regente y a la causa de su hija Isabel. La guerra que se desató fue algo más que una guerra dinástica por la sucesión al trono. En el bando carlista se encuadraron los absolutistas más intransigentes, es decir, partidarios del Antiguo Régimen. Ideológicamente eran partidarios del absolutismo, de la importancia de la religión y la Iglesia, y de la defensa de los fueros que se identificaban con el Antiguo Régimen; esta defensa foral arrastrará a las provincias vascas y a Navarra a la causa carlista. Desde el punto de vista social en el carlismo militaban altos funcionarios ultraconservadores, parte de la nobleza, parte del ejército, la mayoría del bajo clero, una parte muy importante del campesinado y de los trabajadores artesanos que empezaban a sufrir la competencia de la industria. Las zonas de mayor implantación carlista fueron: Álava, Guipúzcoa, Vizcaya, Navarra, el Maestrazgo, el Pirineo catalán… En el exterior no contaron con el apoyo de ningún país, pero sí con las simpatías de los imperios absolutistas europeos. En el bando isabelino (o cristino)
la reina viuda María Cristina no tuvo más remedio que buscar apoyos en los absolutistas moderados y en los liberales; estos sectores veían que apoyar a la reina era la única opción para reformar el país. La reina regente contó siempre con el apoyo de parte de la nobleza, casi todo el alto clero, casi todos los generales, la alta burguesía, las clases medias urbanas, los obreros industriales y una parte del campesinado del sur peninsular. Contaron los isabelinos con el apoyo de países como Portugal, Inglaterra y Francia.

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