Los Austrias del s.XVII: Gobierno de validos y conflictos internos

El s. XVII fue la decadencia del imperio español que pierde su hegemonía europea. Durante este periodo reinaban los denominados Austrias menores, que se caracterizaban por su poco interés en el gobierno y dejando todas las tareas en manos de sus favoritos o validos. Con Felipe II se inició la práctica de dejarle las cuestiones del gobierno en manos de hombres de confianza (los privados o validos). El valido no tenía un cargo oficial, pero en la práctica actuaba como un primer ministro. El valido de Felipe III fue el duque de Lerma, que colocó en todos los cargos importantes a sus parientes. El HECHO MÁS DESTACADO EN POLÍTICA INTERIOR DURANTE EL REINADO DE FELIPE III fue la expulsión de los moriscos en 1609. A diferencia de todos los validos de Felipe III está el Conde Duque de Olivares, que tenía gran inteligencia política y quería de verdad una reforma. Puso en marcha una serie de reformas para aumentar los recursos de la monarquía, además intentó implantar como sistema de organización política el modelo castellano en todos los territorios. La propuesta provocó el rechazo general produciéndose importantes enfrentamientos. Estos sucesos acentuaron la impopularidad del valido y en 1643 Felipe IV apartó de la política, siendo sustituido por Don Luis de Haro, pero su caída no fue suficiente para restablecer la paz social. Durante la primera parte del reinado de Carlos II ejerció la regencia su madre, Marina de Austria, quien confió el gobierno a los validos como el alemán Nithard o a Fernando de Venezuela. Durante la mayoría de edad de Carlos II primero gobernó Juan José de Austria, posteriormente el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa, que llevaron a cabo una acertada política financiera de reducción de impuestos y contención del gasto público que acabará con la crisis del s. XVII y pondrá las bases de la recuperación del XVII.

Crisis de 1640

En el s. XVII, debido a la política imperialista del siglo anterior, España sufrió una profunda depresión económica y un descenso demográfico al que se le suma el desprestigio de los monarcas que delegan su poder en manos de validos. El reinado de Felipe IV se desarrolló en un escenario internacional de guerra permanente (Guerra de los 30) que dejó arruinado al país y le llevó a un estado de revueltas internas. Para afrontar la situación, el Conde Duque de Olivares puso en marcha una serie de reformas para aumentar los recursos de la monarquía como la Unión de Armas, un ejército común financiado por los diferentes reinos, y también se intentó implantar como sistema de organización política el modelo castellano en todos los territorios. La propuesta provocó el rechazo general produciendo enfrentamientos. El 7 de junio de 1640 se dio en Barcelona el denominado Corpus de Sangre que empezó como altercado entre segadores y funcionarios reales y que derivó en un motín general. El conde de Santa Coloma fue asesinado y todos los funcionarios reales perseguidos. Se envió un ejército de 30000 hombres y los catalanes pidieron ayuda a los franceses en enero de 1641. Cataluña se convirtió en república bajo la protección de Francia. La crisis económica más un brote de peste y la opresión francesa provocó el agotamiento de los catalanes que se rindieron en 1652, con la condición de que se respetaran sus antiguos fueros. La sublevación catalana se produjo motivaciones en otros lugares como Andalucía, donde se dio una conspiración dirigida por el Duque de Medinaceli que fue aplastada. Las cortes portuguesas, aprovechando la región catalana, proclamaron rey al Duque de Braganza con el nombre de Juan IV. Todos los intentos de España por recuperar el dominio de Portugal fracasaron. La nueva monarquía portuguesa se consolidó con la ayuda de Francia e Inglaterra y España tuvo que reconocer finalmente su independencia en 1688 en el reinado de Carlos II. Estos sucesos acentuaron la impopularidad del valido y en 1643 Felipe IV le apartó de la política, pero su caída no fue suficiente para restablecer la paz social.

El ocaso del imperio español en Europa

En el siglo XVII fue testigo de la aparición y consolidación de un nuevo orden internacional en Europa. Las guerras fueron una constante del que ha sido denominado siglo de hierro, caracterizado por la Guerra de los Treinta Años y la Guerra Franco-Española que culminó en 1659. El reinado de Felipe III fue un reinado pacífico, ya que España y sus enemigos se encontraban agotados militarmente hablando tras las guerras del siglo anterior, y se entró en un tiempo de paz, finalizando los conflictos con Francia, Inglaterra y los rebeldes holandeses firmando la tregua de los doce años. Posteriormente, con Felipe IV, su valido el Conde Duque de Olivares, España volvió a implicarse en los grandes conflictos europeos, participando en la mencionada Guerra de los Treinta Años apoyando a los Habsburgo de Viena y a los principales católicos alemanes. A este conflicto se le añadió el fin de la tregua de los doce años, entrando así en una de las épocas más bélicas en la historia de España hasta el momento. Estos conflictos se iniciaron con victorias de los Habsburgo como la toma de Breda a los holandeses y las victorias de Nördlingen y la Montaña Blanca, aunque pronto cambió el signo del conflicto y las derrotas se repitieron como en Rocroi ante Francia. Esta situación de inferioridad de los Austrias llevó al llamado Tratado de Westfalia en 1648. Dicho tratado significó el triunfo de Europa horizontal basada en monarquía independiente y en la búsqueda del equilibrio diplomático y militar, y la derrota de la idea de una Europa vertical en la que los reinos estarían subordinados al emperador y al papa. Más que esto, supuso el fin de la hegemonía de los Habsburgo en sus dos ramas: la de Madrid y la de Viena. Pero este tratado no marca el fin de las hostilidades españolas, puesto que estas continuaron hasta 1659, momento en el que se firmó con Francia la Paz de los Pirineos, en el que Felipe IV aceptó importantes cesiones territoriales, como el Rosellón y la Cerdeña, en beneficio de la Francia de Luis XIII. Finalmente, la débil monarquía de Carlos II fue incapaz de frenar el expansionismo del francés Luis XIV y España cedió diversos territorios europeos en las Paz de Nimega, Aquisgrán y Rijswijk. Su muerte sin descendencia provocó la Guerra de Sucesión al trono español, en la que al conflicto interno se superpondría un conflicto europeo general, y finalmente, la Paz de Utrecht en 1713, que puso fin al imperio español en Europa.

La práctica del despotismo ilustrado: Carlos III

Debido a la fuerte influencia de la Ilustración promulgada principalmente desde Francia e Italia, los monarcas absolutistas pretendieron unir la autoridad real con las ideas de dicho movimiento, de tal forma que en la segunda mitad del siglo XVIII surge en Europa el llamado despotismo ilustrado, cuyo lema «todo para el pueblo pero sin el pueblo» dejaba clara la política de estos monarcas ilustrados, que no renunciaban a su soberanía absoluta, pero establecían que el objetivo final de su gobierno era lograr la felicidad del pueblo, promoviendo actividades económicas y reformas administrativas y culturales. En España fue Carlos III quien impulsó esta forma de gobierno, cuyo reinado plenamente reformista se enfrentó a una fuerte oposición por parte de los grupos privilegiados, oposición que derivó en el motín de Esquilache en 1766. A pesar de estos intentos de oposición, la política reformista de Carlos III se llevó a cabo tomando como primera medida la lucha contra el poder de la iglesia. En educación, su reforma de los estudios medios y universitarios estableció la obligatoriedad de la enseñanza primaria, fundando además academias dedicadas a la ciencia y letras. Económicamente, se dio una limitación de los privilegios de la Mesta, una reforma agraria y la libre circulación de mercancías en el interior de España, apoyando de esta forma a la industria y creando el Banco de San Carlos, dando pie a una tremenda construcción de obras públicas, el impulso de transporte y de modernización y embellecimiento de Madrid. Finalmente, se reformó el ejército y la marina, lo que apoyaría a la política exterior de Carlos III, que firmaría el III Pacto de Familia con Francia y se enfrentaría con Inglaterra en la Guerra de los Siete Años, lo que a la postre supondría uno de los pocos puntos negros de su reinado, la pérdida de territorios americanos como Florida.

Evolución de la política exterior en Europa

Las grandes líneas de la política exterior española nacen tras la difícil situación creada tras el Tratado de Utrecht, planteando la recuperación de Gibraltar y Menorca a los británicos y conseguir establecer a príncipes borbones en los territorios italianos perdidos, para lo que España se basó en la alianza con Francia concretada en varios Pactos de Familia y el enfrentamiento con Inglaterra en el Atlántico. Por una parte, con Felipe V, la política exterior se dirigió a la recuperación de los territorios italianos, que tras el fracaso de los primeros intentos en solitario, se optó por la alianza con Francia, que se concretó con los dos primeros Pactos de Familia y cuyo fin supuso la participación española en la Guerra de Polonia y en la Guerra de Sucesión Austriaca, finalizando con la llegada del infante Carlos, futuro Carlos III de España, a la corona de Nápoles y Sicilia y que el infante Felipe fuera nombrado duque de Parma. Con Fernando VI, el gobierno español adoptó una política exterior de neutralidad equidistante entre Londres y París, neutralidad que duraría hasta la llegada del mencionado Carlos III, que volvió a una alianza con Francia y firmó el tercer Pacto de Familia y la participación de España en la Guerra de los Siete Años, lo que llevó a España a perder Florida y Sacramento en el Tratado de París, que serían recuperadas junto con Menorca tras la derrota inglesa en Norteamérica, con la firma del Tratado de Versalles en 1783. Finalmente, la política exterior de Carlos IV estuvo completamente marcada por la Revolución Francesa de 1789, lo que llevaría a la Guerra de la Independencia contra Napoleón en los inicios del siglo XIX.

Crisis de 1808: La Guerra de Independencia y los comienzos del liberalismo

Con el inicio de la Revolución Francesa en 1789, el recién ascendido al trono Carlos IV intentó evitar cualquier intento revolucionario en España mediante un férreo control en las aduanas y una más que estricta censura, siendo precisamente durante este periodo en el que el rey elegía como ministro a Manuel Godoy, favorito de la familia real que se convertiría en una figura clave en el resto del reinado de Carlos. Tras la ejecución de Luis XVI en 1793 y una breve ruptura de la tradicional alianza con Francia, estas dos potencias se volverían a unir, con un desastroso final para España. Iniciándose así una deriva diplomática en la que el ascenso al poder de Napoleón y la debilidad del gobierno de Godoy llevaron al país a una creciente dependencia de la política exterior francesa, y por consecuencia al enfrentamiento con Inglaterra, cuya mayor repercusión fue la catástrofe naval en Trafalgar. Esto no impidió que Godoy, cuya figura era crecientemente criticada, firmara el Tratado de Fontainebleau, por el que se autorizaba la entrada de las tropas francesas en España con el fin de invadir Portugal. Muy pronto se hizo evidente para todos que la entrada consentida de las tropas napoleónicas se había convertido en una ocupación de nuestro país. Consciente de eso, Godoy tramó la huida de la familia real hacia Andalucía desplazando la corte hasta Aranjuez, donde estallaría un motín popular que precipitaría la caída del ministro y obligaría a Carlos IV a abdicar en su hijo con el título de Fernando VII. El enfrentamiento que mantenía padre e hijo ayudó a Napoleón en su estratégico plan, llamado a ambos a Bayona donde les forzó a abdicar a su hermano José Bonaparte. Ante la más evidente invasión francesa y la noticia de la abdicación de la corona española en un ilegítimo José I, el descontento popular acabó por estallar el 2 de mayo de 1808, iniciando una insurrección en Madrid que los días siguientes extenderían por todo el país, dando comienzo a la Guerra de Independencia 1808-1814. Estas abdicaciones y levantamiento contra José I significaron una situación de vacío de poder, que desencadenaría en una quiebra de la monarquía del antiguo régimen. Para hacer frente al invasor, se constituyeron las juntas provinciales que a su vez constituirían la Junta Central Suprema, que tomaría medidas revolucionarias como la convocatoria de las Cortes. Tras el levantamiento general contra los invasores, las tropas españolas consiguieron algunos triunfos pero no sería hasta 1812 cuando la guerrilla española, formada por antiguos militares y campesinos ayudados por el ejército británico, consiguiera debilitar al enemigo francés, obligando a un Napoleón totalmente debilitado tras su fallido intento de entrar en Rusia, a devolver la corona a Fernando VII, firmando el Tratado de Valençay con lo que las tropas francesas abandonaron el país y la Guerra de Independencia llegaba a su fin.

Las Cortes de Cádiz y Constitución de 1812

Tras las abdicaciones de Bayona, en las cuales los Borbones españoles habían cedido al trono a José I, hermano de Napoleón, se dio en España un vacío de poder, puesto que la mayoría de los españoles se negaba a cumplir las órdenes de una autoridad ilegítima como la de los Napoleón, para lo que se crearon las llamadas juntas provinciales, con el fin de llenar ese vacío, organizar la espontánea insurrección y asumir la soberanía. Estas juntas sintieron desde un principio la necesidad de coordinarse, constituyendo finalmente la Junta Central, que en ausencia del rey legítimo asumió la totalidad de los poderes soberanos y se estableció como máximo órgano de gobierno. Como resultado de esta situación, la Junta Central convocó las Cortes extraordinarias en Cádiz, acto que iniciaban claramente el proceso revolucionario. La celebración de estas Cortes se inició en septiembre de 1810 y muy pronto se formaron dos grupos de diputados enfrentados: los liberales, partidarios de reformas revolucionarias inspiradas en la Revolución Francesa, y los absolutistas, partidarios del mantenimiento del antiguo régimen. A pesar de no haber podido reformar el sistema hacendístico mediante el Catastro de Ensenada de 1749, la mayoría liberal aprovechándose de la ausencia del rey inició la primera revolución liberal burguesa española con el claro objetivo de aprobar una constitución que cambiara el régimen político del país. Esta constitución, aprobada el 19 de marzo de 1812 y popularmente conocida como «La Pepa», fue la primera constitución liberal del país, considerada también uno de los grandes textos liberales de la historia. Sus rasgos se basan en la soberanía nacional, la división de poderes, el sufragio universal masculino, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el reconocimiento de derechos individuales y la consideración del catolicismo como única confesión religiosa permitida, aunque esto último choca directamente con el espíritu avanzado de la constitución. La única forma de que la clerecía apoyase la lucha contra los franceses fue mediante la promesa de que se mantendrían sus privilegios.

Fernando VII: Absolutismo y liberalismo

Tras el Tratado de Valençay de 1813, en el que Napoleón devolvía la corona española a su legítimo rey, Fernando VII se preparó para regresar a un país donde gobernaban unos principios políticos completamente contrarios a sus convicciones absolutistas. Con su llegada final en marzo del año siguiente, el rey se mantuvo indiferente alrededor de dos meses, en los que sus consejeros personales y los grupos absolutistas presentaban continuas propuestas para reivindicar el derecho absolutista español, tales como el Manifiesto de los Persas, hasta que finalmente el 4 de mayo Fernando decidió emitir en Valencia un decreto por el que disolvía las Cortes gaditanas y proclamaba una vuelta al antiguo régimen absolutista, dando comienzo a una época denominada como «Sexenio Absolutista» (1814-1820). Este periodo, crucial en la historia europea puesto que Napoleón se hallaba totalmente vencido y el resto de países se repartían los beneficios ganados tras la guerra, fue tremendamente ruinoso para España, ya que Fernando VII se vio sorprendentemente desinteresado por los asuntos externos, lo que llevó a España a quedar relegado a un papel secundario internacionalmente hablando. Internamente, este periodo vivió una economía debilitada por la guerra y la escasa producción de las colonias americanas, hecho que no preocupó ni al rey ni al gobierno, centrados en la represión de los enemigos de la restaurada monarquía absoluta, exiliando a más de doce mil afrancesados y persiguiendo a los liberales. Esta situación obligó a muchos militares a optar por posturas liberales para hacer frente a la represión y protagonizar diversas intentonas de golpe militar o pronunciamientos, todos ellos duramente reprimidos, hasta que finalmente uno de estos pronunciamientos liberales dirigido por el coronel Riego, en Cabezas de San Juan, triunfó obligando a un atemorizado Fernando VII a jurar la Constitución de 1812 y dando comienzo al Trienio Liberal (1820-1823). Este fue un momento clave en la historia española, puesto que por primera vez se aplicaba la Constitución de 1812 en una situación de paz y con el monarca en el país. A pesar de la firme apuesta de Fernando por obstruir desde un principio la labor de los gobiernos liberales y el normal funcionamiento constitucional, finalmente en 1823 y gracias a un comité europeo decidido a intervenir ante cualquier amenaza liberal, el Trienio llegó a su fin, restableciendo a Fernando de nuevo como rey absoluto y anulando todo lo legislado durante esos 3 años. Inmediatamente se inició una represión brutal contra los liberales, ahorcando a Riego, disolviendo al ejército y manteniendo a más de 22.000 soldados franceses en España con el fin de reprimir nuevos intentos de conspiración liberal, lo que llevó a vivir una última década de reinado de Fernando tremendamente vergonzosa, denominada Década Ominosa.

Guerra de Sucesión y el Sistema de Utrecht

Tras la muerte de Carlos II, quien murió sin descendencia, Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, fue coronado como sucesor de Carlos en el trono español bajo el nombre de Felipe V, finalizando así la dinastía de los Habsburgo y dando comienzo a una nueva dinastía en España, los Borbones. Muy pronto se formó un bando tanto dentro como fuera de España que no aceptaba al nuevo rey y apoyaba en su defecto al archiduque Carlos de Habsburgo, estallando de esta forma una guerra tanto civil como a nivel internacional en Europa. Este conflicto, que será denominado como Guerra de Sucesión y que abarcaría desde 1701 hasta 1713, tenía una doble perspectiva. Por una parte, el ascenso de Felipe V al trono representaba la hegemonía francesa y la temida unión de España y Francia bajo un mismo monarca. Este peligro llevó a ingleses y holandeses a apoyar al candidato austríaco, sustentado por los Habsburgo de Viena. Por otro lado, Felipe V representaba el modelo centralista francés, apoyado en la Corona de Castilla, mientras que Carlos personificaba el modelo federalista, apoyado en la Corona de Aragón y especialmente en Cataluña. Finalmente, tras 12 años de guerra y con las victorias militares en Almansa, Brihuega y Villaviciosa, y sobre todo tras la llegada al trono del Imperio Alemán de Carlos, que llevó a Inglaterra y Holanda a ver una amenaza mayor en la posible unión de España y Austria bajo un mismo monarca, la guerra acabaría con el triunfo de Felipe V. Este triunfo de Felipe no sería total, pues con el fin de la guerra llegó el Tratado de Utrecht en 1713, en el que se estipuló que Felipe sería reconocido por las potencias europeas como rey de España, pero que a su vez renunciaba a la posibilidad de llegar a poseer la corona francesa, que los Países Bajos españoles y los territorios italianos pasarían a ser propiedad de Austria, y finalmente que Gibraltar y Menorca pasarían a ser inglesas.

Cambio dinástico: Los primeros Borbones

En el siglo XVIII se inicia en España con la llegada de una nueva dinastía procedente de Francia, los Borbones, sentados por la voluntad testamental del último Austria, Carlos II, y la victoria de estos en la Guerra de Sucesión española, todo esto reconocido internacionalmente por el Tratado de Utrecht. Estos primeros Borbones están encabezados por el sucesor de Carlos, Felipe V, seguido por Fernando VI y Carlos III, sin contar el efímero reinado de Luis I, en quien abdicó su padre, Felipe V, quien volvería a convertirse en soberano tras la repentina muerte del joven. Con estos primeros Borbones se abre un ciclo de recuperación demográfica y económica que había comenzado a finales del siglo anterior, en el que culturalmente España participará tardíamente en la corriente de la Ilustración con el fin de educar a una sociedad en su mayoría analfabeta y una reforma política en la que, sin modificar las estructuras tradicionales del antiguo régimen, estos monarcas introducirán cambios encaminados al establecimiento de una monarquía centralista absoluta y racionalista, con mejoras en la hacienda, administración y la flota, que desembocarán en el periodo más reformista del siglo, personalizado por el despotismo ilustrado de Carlos III.

Reforma en la organización del Estado: Monarquía centralista

Con la llegada de la nueva dinastía borbónica en España se propiciaron importantes cambios en la estructura del estado. Por una parte, Felipe V introdujo medidas centralizadas con el fin de construir un estado más eficaz, comenzando con los Decretos de Nueva Planta que abolieron los fueros e instituciones propias de los reinos de la Corona de Aragón y los asimilaron a los castellanos, manteniendo tan solo los fueros vascos y navarros como recompensa a su lealtad durante la Guerra de Sucesión. Seguido a esto, se instaló un nuevo modelo de administración territorial dividiendo el territorio en provincias gobernadas por capitanes generales y se mantuvieron las audiencias reales, así como los cabildos en los ayuntamientos, creando la figura de los intendentes. Por otro lado, los Borbones también reformaron la administración central suprimiendo todos los consejos, excepto el de Castilla, y creando las secretarías de despacho, antecedentes de los ministerios. Finalmente, se estableció la Junta Suprema de Estado, precursora del Consejo de Ministros, con lo que se intensificó la política regalista que buscaba la supremacía de la corona y el poder civil sobre la iglesia, a pesar de no haber podido reformar el sistema hacendístico mediante el Catastro de Ensenada de 1749.

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