Que pueblos invadieron a Europa en los siglos VIII IX

Lección 11

EL ARRANQUE DE LA CIVILIZACIÓN EUROPEA

La época de Carlomagno

El estado fragmentario a que ha­bía quedado reducida Europa después de la invasión de los pueblos germánicos, sufríó una trans­formación radical a fines del siglo VIII y principios del IX, a causa de las continuas victorias obtenidas por el rey de los francos, Carló­magno (768-814), sobre los pueblos de alrededor; por un momento pudo creer rea­lizado el tan codiciado sueño de restauración del Imperio romano y la ilusión pudo ser completa cuando recibíó de manos del Papa el título de emperador.

Ningún rey bárbaro había sido tan grande, y se empezó a pensar que el título de rey no era bastante para príncipe tan poderoso; no había emperador en Occidente desde 476, y, en vista de ello, el día de Navidad del año 800, en la Iglesia de San Pedro, el Papa le ciñó la Corona imperial, que, en el concepto de la Edad Media, llevaba una idea de soberanía suprema sobre todos los príncipes y pueblos cris­tianos. Carlomagno se consideró, desde entonces, como cabeza temporal de la cristiandad y protector nato del Vicario de Cristo, que es su cabeza espiritual; así quedaba unida la sociedad cristiana de la Edad Media sobre esta concordia de ambas potestades simbolizadas por las dos es­padas, amparando el emperador la Religión y la Iglesia, con sus armas, y asegurando el Papa, con penas espirituales, la fidelidad de los pueblos al emperador. Por desgracia, los emperadores siguientes rompieron esta uníón entre las dos potestades al querer atribuirse el derecho a nombrar y confirmar la elección de los Papas, y dieron origen a los conflictos que tanto habían de perturbar la vida de la sociedad medieval.

Organización del Imperio carolingio

         Territorialmente, la extensión el Imperio carolingio era la siguiente:

Los dominios que ya poseía Carlomagno eran casi toda la Francia actual, más Bélgica, parte de Holanda y la Alemania del Sur.

Amplió este territorio mediante una serie de conquistas, incorporando: Frisia y Sajonia en el norte de Alemania; Carintia en los Alpes Orientales; Friul, Lombardía y Espoleto, en el norte de Italia. Para proteger este gran conjunto ocupó y establecíó varias marcas fronterizas, base de futuros estados medievales: la Marca Hispánica, contra los árabes; la Marca Danesa, contra los daneses; la Marca Soraba, contra los eslavos; y las Marcas Oriental y Panónica, en el Danubio, contra los ávaros.

También había otros territorios, como los Estados Pontificios, con cierta dependencia hacia el Imperio aunque conservaran su autonomía.

Al comenzar el apogeo de su poder se rodéó Carlomagno de un cortejo muy numeroso, que ya era llamado la Corte(la casa). Según costumbre de los francos, los criados del rey eran los personajes más principales: El camarero cui­daba del tesoro; el senescal dirigía la cocina y servicio de mesa; el co­pero, la bodega, y el condestable, los caballos. Estos eran los cuatro gran­des oficiales, y a sus órdenes estaban una serie de servidores menores, como los halconeros, palafreneros, cocineros, etc., a los que había que agregar la escolta de guardias reales y el grupo de eclesiásticos o cape­llanes, que seguían al emperador en sus expediciones.

Para organizar su Imperio, Carlomagno tenía un Consejo de Estado, dividido en dos secciones: una, para los negocios eclesiásticos, bajo la presidencia del apocrisario (archicapellán), y otra, para la legislación y administración de justicia, presidida por el Conde Palatino.

En otoño congregaba a los principales magnates y prelados en las asambleas ha. Madas placita, que se encargaban de preparar las leyes, separando también las eclesiásticas de las seglares, que una vez aprobadas por el emperador, pasaban a formar los llamados capitulares; estos capitulares Constituyen el Derecho imperial por encima de las leyes nacionales. Su ejecución incumbía a los dignatarios eclesiásticos y seculares, y su fis­calización, a los missi dominici, que eran dos (un eclesiástico y un seglar) para cada distrito; éstos celebraban reuniones en cada regíón, Y allí oían las quejas del pueblo y juzgaban la conducta de las autoridades.

Respecto al ejército, existía la costumbre entre los francos de que todos los hombres libres debían presentarse armados cuando el rey los llamaba. Pero como las armas y los víveres para tres meses, que cada uno debía llevar, costaban más dinero del que podían disponer los peque­ños propietarios, Carlomagno acabó por limitar esta obligación a los que poseían cierta renta. Los jefes eran los condes, y en las marcas, los mar­queses, que debían presentarse con una banda de guerreros, armados a su costa. La infantería acabó desapareciendo no formando el ejército más que la caballería y la enorme impedimenta de carros donde iban las provisiones.

Los condes, como funcionarios fiscales del emperador, tenían a su cargo la administración en general, las carreteras, los puentes yla salud pública, bajo la inspección de los enviados del rey. Para ello, las gentes del condado les pagaban tributo y les procuraban vehículo y hospedaje; también recibían los condes parte de las multas impuestas por los delitos, y no faltaron casos en que abusaron de estas facultades.

Por lo que hace a la cultura intelectual, fue intensamente favorecida por Carlomagno, quien, a pesar de tener escasa instrucción, admiraba mucho a las personas cultas. Procuró fomentar la enseñanza ayudando a los obispos a que tuviesen escuelas para los futuros eclesiásticos y creando otras en su corte (63); fundó obispados; llamó de Italia a maes­tros de capilla; hizo construir la iglesia de Santa María, de Aquisgrán, y los palacios de Ingelheim, Aquisgrán y Nimega; colecciónó antiguas canciones heroicas de los germanos en su lengua nativa, y se dice que comenzó a componer una gramática alemana.

Lo que mejor muestra su afición a la cultura es la calidad de los sa­bios que atrajo a su corte, formando una verdadera Academia, de la que era alma y dirección Alcuino de York; con éste, Paulo Diácono y Pedro de Pisa, se desarrolló el arte de transcribir manuscritos y la for­mación de bibliotecas, cuyas riquezas han llegado hasta nosotros.

Aquel impulso de la enseñanza y los excelentes maestros formados por Alcuino, produjeron el apogeo de las escuelas abaciales y catedrales, que se advierte en aquel siglo, hasta que las volvíó a abatir la invasión de los normandos.

La civilización feudal

Nacimiento del sistema feudal

Se llamafeudalismo al régimen político social predominante en los siglos centrales de la Edad Media. Aunque sus orígenes se encuentran en la decadencia del Imperio Romano y sus consecuencias se extienden hasta la Edad Moderna, los siglos típicamente feudales fueron los que van del X al XIII. Se caracterizó el feudalismo, originariamente, en lo político por la decadencia del poder real y el aumento de la autoridad de los señores; en lo económico, por la debí­litación del sentido de la propiedad y por la escasez de la moneda, que obligó a cambiar unas mercancía por otras y a pagar los servicios con concesiones de tierras.

Ya en los últimos tiempos del Imperio Romano los grandes propietarios territoriales tenían sobre sus siervos y colonos una autoridad casi feudal. La marcha hacia el feudalismo se aceleró con la invasión germánica; para los germanos, que no tenían una idea clara de Estado, no había más que las relaciones de hombre a hombre, de vasallo a señor.
Carlomagno restauró la autoridad real, pero al mismo tiempo también le dio grandes prerrogativas a los señores. Sus sucesores carecieron de la autoridad y el prestigio necesarios. El Occidente se vio de nuevo invadido por todas partes: por el sur lo invadían y pirateaban los árabes; por el este se hallaba expuesto a las correrías de los húngaros, y por las costas de Atlántico, y a veces por las del Mediterráneo, los normandos, esto es, los habitantes, aún paganos, de Escandinavia, aparecían con sus largas y estrechas embarcaciones y se internaban por los ríos navegables saqueando e incendiando cuanto encontraban a su paso.

Esta era la situación de Europa occidental en el Siglo X. No había seguridad para nadie y las poblaciones, al ver que los reyes eran incapaces de protegerlas, buscaron protección en los señores que tenían más próximos: unas veces fue el obispo de la ciudad, otras el conde o el duque, otras un rico terrateniente. Con tal de que los defendiera estaban dispuestos a prestarles sus servicios, y les ayudaron con gusto a construir sus castillos, porque en ellos hallarían refugio en caso de peligro.

El feudalismo como sistema político y social

         En el sistema feudal la monarquía no desaparecíó, pero el rey se convirtió en una simple pieza dentro de un conjunto más amplio. La sociedad formaba una especie de pirá­mide: en la base estaban los campesinos y artesanos; sobre ellos estaban los pequeños señores (caballeros, barones); más arriba los señores más poderosos (duques, condes, marqueses), y en lo más alto el rey, que no reinaba directamente sobre el pueblo, sino sobre los señores, que sólo le reconocían un poder limitado. Francia y Alemania fueron los países donde se desarro­lló más el régimen feudal, mientras en los reinos espa­ñoles e Inglaterra, los reyes conservaron bastante auto­ridad.

Se llamaba feudo a la tierra que un señor entregaba a un vasallo a cambio de sus servicios; en un principio reci­bió el nombre de beneficio; a veces era una donación hecha por el vasallo buscando la protección del señor, quien la restituía en calidad de feudo; la concesión se hacía por medio del homenaje, ceremonia que consistía en colocar el vasallo, arrodillado, sus manos entre las de su señor y jurarle fidelidad. En un principio el feudo no se entregaba con carácter hereditario, aunque pronto la práctica así lo convirtió. El contrato de vasallaje se rompía cuando una de las dos partes faltaba a lo esti­pulado; aquel que faltaba a sus obligaciones cometía un acto de felónía.

Algunos señores vivían en las ciudades, pero la mayoría habitaban en sus castillos, sólidas construcciones de piedra, sin ninguna clase de comodidades. La guerra, la caza, los torneos y los festines eran las ocupaciones de los nobles. No pocos de ellos fueron justos y bené­ficos, pero la mayoría dejaron mal recuerdo por sus violencias y arbitrariedades. Las clases inferiores y los habitantes de las ciudades vieron con gusto el restable­cimiento del poder real, que, desde el Siglo XIII, empezó a limitar el despotismo feudal; pero, aunque de forma más moderada, el régimen señorial continuó pesando sobre los campesinos mucho después de haber desapa­recido el régimen feudal.

La economía en la época feudal

         Durante los primeros tiempos del feudalismo, la economía continuó de modo semejante a los siglos de asentamiento de los pueblos germánicos. La industria era casi inexistente; sólo había pequeños talleres artesanos donde se fabricaban los obje­tos más necesarios para la vida. El comercio era esca­sísimo por la inseguridad de los caminos; cada comarca tenía que producir lo necesario para su subsistencia. Las ciudades eran pocas y pequeñas. Como la tierra era casi la única fuente de riqueza, la inmensa mayoría de la población estaba formada por campesinos. Estos podían ser libres o siervos de la gleba, es decir, obligados a per­manecer en la tierra que cultivaban. El señor tenía de­recho a exigir de sus siervos toda clase de servicios, pero no a expulsarlos de la tierra que cultivaban.

Esta situación comenzó a cambiar a lo largo del Siglo XI; se produjo un aumento de la población que permitíó el cultivo de nuevas tierras y originó un comienzo del desarrollo urbano. A la vez, los nobles y los monarcas hicieron más seguros sus territorios e iniciaron una contraofensiva frente a los enemigos exteriores, lo que motivó una reanudación del comercio que conllevó así­mismo una incipiente industria. Los cambios más im­portantes estuvieron dentro del mundo rural, donde una serie de avances técnicos (arado de hierro, collera para animales de tiro, molino de agua…), junto a las nuevas tierras en explotación, suministraron alimentos a núcleos de población más numerosos, y dentro del comercio, donde el aumento de los intercambios fue causa de una expansión en la circulación de moneda y de la aparición de nuevas técnicas comerciales (cré­dito, balbuceos de la banca, sociedades de comercian­tes…). Este progreso continuado hará que el Siglo XIII marque, ya, como veremos, los principios de una nueva época.

La Iglesia y la época feudal

         Dos aspectos es nece­sario separar a la hora de estudiar las relaciones de la Iglesia con el feudalismo: la feudalización de la Iglesiay, lo que podríamos llamar, su labor de pacificación.

Feudalización de la Iglesia

La Iglesia, en los pri­meros siglos de la Edad Media, no sólo pasó a ser pro­pietaria de grandes extensiones de tierras por las dona­ciones de los fieles, tan frecuentes en una época tan reli­giosa, sino que, además, los monarcas y los señores le cedieron numerosos e importantes feudos. Por tanto, los obispos y abades pasaron a ser señores de vasallos y a tener en sus manos un poder político y económico considerable; este poder perjudicó de modo evidente a la función espiritual de la Iglesia, pues fueron muchos los individuos que entraron en la carrera eclesiástica atraídos exclusivamente por la posibilidad de medrar y alcanzar altas posiciones en la sociedad de la época. Por otro lado, los intentos de influencia en el nombra­miento de dignidades eclesiásticas por parte de la auto­ridad civil aumentaron de manera alarmante para la independencia de la Iglesia. En estas circunstancias, los casos de simónía pasaron a darse con cierta frecuencia y la misma institución del Papado se vio envuelta en tur­bias maquinaciones políticas de las grandes familias romanas que no se detuvieron ni ante el asesinato para llevar al solio pontificio a su candidato.

A este estado de cosas quiso poner fin un monje cluniacense nombrado papa en 1073:

Gregorio VII

Entró en conflicto con el emperador alemán Enrique IV por la cuestión de las investiduras, es decir, por el derecho a nombrar obispos y abades. Aunque murió en el destierro y aparentemente derrotado, de él arrancó la regeneración de la Iglesia.

Labor de pacificación

Uno de los rasgos carácterís­ticos de la época feudal fue la violencia; la Iglesia, tra­tando de moderar las calamidades y depredaciones de las continuas luchas, utilizó su prestigio y poder moral e instituyó la paz de Dios, que prohibía atacar los campos, las iglesias y, en general, a todos los que no eran gentes armadas, y la tregua de Dios, que prohibía la práctica bélica en los días de la semana conmemorativos de la Pasión. Los resultados, sin embargo, no fueron muy satisfactorios. Mayor éxito tuvo el dar cierto carácter religioso a la Caballería, ya que convirtió al caballero en un héroe piadoso con un alto sentido de la justicia yde protección al débil.

El monacato

El monacato nacíó en los países del Próximo Oriente, donde ya en el siglo IV eran numerosos los cristianos que se retiraban del mundo, bien para vivir solitarios en el desierto (anacoretas), bien formando comunidades. Esta forma de vida pasó a Occidente a comienzos de la Edad Medía y fue impulsada por los desastres causados por las grandes invasiones y las perturbaciones que siguieron. En el siglo VI el italiano San Benito de Nursia fundó la abadía de Monte Cassino y dio a sus monjes una regla basada en la oración y el trabajo (ora et labora). La regla benedictina se extendíó con rapidez y todo el Occidente se cubríó de monasterios. Los reyes los favorecieron y les entregaron extensos territorios que los monjes cultivaron y poblaron.

Un monasterio medieval era un organismo complejo; además de la iglesia y de las celdas de los monjes comprendía edificios para albergar a los servidores que trabajaban en sus tierras, y también tenía horno, molino, bodega y todo lo necesario para una explotación agrícola independiente. Con frecuencia el monasterio era señor de varias aldeas y pueblos, en los que nombraba las autoridades, administraba justicia y recaudaba tributos.

Según la regla benedictina, los monjes debían vivir pobremente, pero la acumulación de riquezas hizo que individuos sin auténtica vocación ingresaran en los monasterios buscando una vida estable y produciendo, de paso, una relajación contra la cual surgíó, a fines del Siglo X, la reforma cluniacense, llamada así porque su origen estuvo en el monasterio de Cluny (Francia). Allí se restauró la observancia de la regla benedictina, y de allí partieron las fundaciones de numerosos monasterios. Hubo una segunda reforma a fines del Siglo XI: la de los cistercienses, cuya principal figura fue San Bernardo de Claraval.

Gran importancia tuvieron los monasterios en la conservación de la cultura; en todos ellos había una biblioteca, formada por un corto número de volúMenes escritos en pergamino. Tanto por la carestía de este material como por el trabajo que supónía escribirlos a mano, cada libro valía una fortuna. Con objeto de incrementar los fondos de la biblioteca, junto a ella solía haber un scriptorium donde varios monjes se dedicaban a la ardua tarea de copiar manuscritos con bella letra y, con frecuencia, los ilustraban con miniaturas. Aunque la mayoría de estas obras eran de literatura eclesiástica, también se copiaban y guardaban las obras de los clásicos latinos. La actuación de todos es­tos monjes supo salvar el momento crítico de la Edad Media, a ellos se debe la conservación de los tesoros culturales de la antigüedad

Las Cruzadas

Visión de conjunto

         El renovado fervor religioso de la Europa cristiana se demostró en las Cruzadas, expediciones militares dirigidas a rescatar los Santos Lugares de Palestina, que estaban en poder de los musulmanes.

El ciclo histórico de las Cruzadas se inició a finales del Siglo XI (1095-1099) y duró casi dos centurias (hasta 1270, Séptima Cruzada). Con excepción de la primera que fue eminentemente conquistadora, las demás apenas sirvieron para otra cosa que para prolongar la difícil presencia cristiana en Palestina.

Las Cruzadas fueron guerras defensivas a pesar de que su carácter de expediciones predisponga a pensar lo contrario. Hay que conocer bien el carácter y la historia del Islam para comprenderlo. Cuando en el s.VII surge el Islam, las fronteras del mundo cristianizado seguían siendo las que alcanzó el Imperio romano. Pues bien, de las quince grandes regiones en las que se dividía el Imperio en tiempos de Constantino, casi la mitad habían sido invadidas por los musulmanes en época de las Cruzadas. Aun sin referirse a momentos posteriores, es imposible no constatar que a fines del s.XI la Cristiandad había sufrido una agresión sustancial y continuada del Islam. No sólo se habían arrebatado a los cristianos lugares de particular devoción y significado histórico (pensemos en Nazaret, Belén, Jerusalén… Antioquia, Egipto, África), sino que las primeras cristiandades habían sido sojuzgadas.

Que las cruzadas tuvieron naturaleza defensiva y no ofensiva lo corroboran, aparte de la agresión musulmana, otros hechos:

No se plantearon como una conquista sin fin del orbe conocido (p.Ej.: tras la magnifica victoria de la primera Cruzada la explotación del éxito se limitó a redondear los dominios de Jerusalén).

Se reprocha a los cruzados el haber sido una mera capa dominante latina sobre una población que siguió sin serlo. Si no se hizo nada por la conversión forzosa de los sometidos, mal se puede sostener que las cruzadas pretendieran allí la extensión de la religión por la fuerza.

Cada una de las expediciones cruzadas fue una reacción a una nueva ofensiva musulmana.

Como contraprueba de que la Iglesia no recurríó a las cruzadas como sistema de expansión están las misiones que no dejó de desarrollar simultáneamente a través de aquellas fronteras no bloqueadas por la beligerancia del Islam. Es el caso de las misiones de franciscanos y dominicos que, por los extensos territorios tártaros, trabajaron en Persia y llegaron hasta China durante aquel mismo s.XIII.

Tres rasgos de la religiosidad de las Cruzadas merecen destacarse:

  • Se trata de una religiosidad que contempla y reverencia sobremanera el misterio de la Encarnación: el seguimiento y la imitación del Verbo encarnado hacían apreciar la tierra física en que vivíó Jesús.
  • Se trata de una religiosidad penitente. Si ya las peregrinaciones poseían ese sentido penitencial, la peregrinación mucho más ardua y arriesgada que era la cruzada se contemplaba como una forma de expiar los pecados.
  • Y se trata de una religiosidad solidaria. Solidaridad con los sufrimientos de los cristianos de Oriente y con las peripecias de los Cruzados, pero también solidaridad de toda la Cristiandad entre sí.

Consecuencias de orden cultural, social y económico

         El enorme movimiento producido por las Cruzadas hizo que en ellas tomaran parte principal Francia, Italia Inglaterra, Alemania y el Imperio griego, es decir, todas las naciones cristianas de aquel tiempo, menos España, que sosténía desde el siglo VIII su lucha contra los musulmanes. Se calcula en cinco o seis millones los hombres lanzados por Europa sobre el Asía en los dos siglos que duraron las expediciones. Ahora bien, ¿cuáles fueron las consecuencias de esfuerzo tan colosal?

Los efectos políticos no pudieron ser más insignificantes. La prime­ra Cruzada conquistó Jerusalén y la cuarta fundó en Constantinopla un Imperio latino-bizantino pero uno y otro se perdieron en seguida, los Santos Lugares volvieron a poder de los infieles y todo quedó como estaba antes de comenzar.

A pesar de todo esto, si se lleva la cuestión al terreno cultural, so­cial o económico, hallaremos que las Cruzadas produjeron efectos dura­bles y de inmensa trascendencia para la vida de la humanidad.

Las consecuencias de orden social fueron incalculables:

Establecieron un contacto más íntimo entre los pueblos europeos que todavía no se habían compenetrado de un modo eficaz; hasta ahora, las que podríamos llamar relaciones internacionales en Europa habían tenido como base la enemistad, la guerra, el afán mutuo de conquista. Las Cruzadas presentaban un ideal superior y ante él se unen unos paí­ses con otros, se juntan sus reyes, se mezclan sus guerreros y comien­zan todos a conocerse y a considerarse como amigos ante el enemigo común.

El régimen social que inspiraba entonces el feudalismo sufríó un ru­dísimo golpe con las Cruzadas. Por una parte, se apartaba a los caba­lleros de sus feudos y se les impedía dedicarse a sus rencillas partícula­res y a la opresión de sus vasallos; éstos quedaban atrás mientras ellos marchaban a su empresa. Por otro lado, como los señores se equipaban a su costa, tuvieron que hacer cuantiosos gastos, se vieron obligados a contraer deudas, debilitaron su potencia económica y facili­taron con ello la emancipación de los municipios y ciudades.

A todo esto las Cruzadas, que eran predicadas por un poder absoluto, el Pa­pado, dieron a la monarquía la ocasión para ejercer el mando, para re­cobrar su autoridad, pues siendo los reyes los que casi siempre las di­rigían, recibían a la vez la obediencia militar y la obediencia feudal.

En el orden cultural, las Cruzadas fomentaron la comunicación entre Oriente y Occidente, dificultada hasta ese momento por las preocu­paciones internas de los occidentales y la recelosa actitud de los bizan­tinos. Las Cruzadas trajeron a los pueblos de Occidente más atrasados en la cultura material, pero más progresivos, los conocimien­tos de las Artes y las Ciencias; importaron nuevos elementos para la industria, como materias colorantes (azafrán, índigo, rojo turquí) y es­pecias de la India (pimienta, canela) y trajeron a Sicilia el cultivo de la caña de azúcar. Asimismo ofrecieron a la industria de Occidente los mo­delos de la oriental, entonces más adelantada.

Por lo que respecta al efecto económico, las Cruzadas fomentaron de tal manera el comercio de Levante, que algunos han creído ver en éste su principal causa, olvidando que las Cruzadas tuvieron primeramente un carácter militar y religioso a cuya zaga se desarrolló el espíritu co­mercial. La necesidad de las naves de transporte obligó a los cruzados a pedir el auxilio de los comerciantes genoveses y venecianos y, natural­mente, éstos obtuvieron dobles ventajas, ya por la mayor facilidad que el poder de las armas cristianas les dio para negociar en Oriente, ya por los privilegios que los cruzados les otorgaron en pago de sus auxi­líos. Así fueron frecuentes sus relaciones con Damasco, célebre por sus manufacturas de seda (damascos) y armas de acero (damasquinadas); Bagdad, donde confluían los teso­roros de la India, China y África; Alejandría, la de más activo comercio con Oriente; Cairo, término de las caravanas de África; Cairuan y Fez, cuyos comerciantes llegaban hasta las riberas del Níger. La especial co­locación de los musulmanes les hacía servir como interme­diarios entre Oriente y Occidente, y ellos fueron los más favorecidos por la actividad comercial despertada por las Cruzadas.

También fue otro efecto de las Cruzadas la afición a realizar viajes remotos y descubrimientos geográficos. Favorecíó esta movilidad la apa­rición, en el Siglo XIII, del gran Imperio de los tártaros o mogoles, dirigidos por Gengis-Kan, el cual, aunque llenó de terror a sus contem­poráneos, se mostró benévoló para los cristianos, hasta el punto que el Papa Inocencio IV le envió embajadores para obtener su amistad y es­tablecer relaciones con el legendario reino del Preste Juan, de quien se decía entonces que poseía un vasto Imperio más allá del mogólico, y era poderoso y sabio, como Salomón.

A las legaciones religiosas siguieron las empresas mercantiles, guiadas por los venecianos Nícolás y Mateo Polo, quienes en 1260 penetra­ron en Asía y llegaron a China, de donde el Gran Kan los envió con mensajes para el Papa. En 1271 volvieron a partir, llevando consigo a Marco Polo, el más ilustre de los viajeros de aquella época; llegaron de nuevo a las tierras del Gran Kan, donde residieron cerca de veinte años, y desde Pekín visitaron Indochina, tuvieron noticias de Java y Suma­tra, tocaron en las islas de Andaman y Nicobar, y por Ormuz pasaron a Persia para regresar a Europa. Marco Polo, hecho prisionero por los genoveses, dictó a Rusticiano de Pisa las memorias de sus maravillosos viajes, que sirvieron de guía hasta el Siglo XVI y fueron una de las fuentes utilizadas por Cristóbal Colón.

El ROMánico

A partir del Siglo XI, el aumento de población y el cam­bio favorable de la economía se manifestó en el arte con la construcción de multitud de edificios, todos ellos dentro de un nuevo estilo europeo llamado ROMánico. La mayoría de estos edificios eran religiosos: iglesias y monasterios; pero también se levantaron numerosos castillos.

Se caracterizan por el empleo del arco semicircu­lar; los capiteles de temas muy variados; las bóvedas de medio cañón (semicilíndricas) y los muros gruesos, de poca altura y con escasos huecos, por lo que el interior resulta sombrío.

Las iglesias ROMánicas suelen tener planta de cruz latina, de una o tres naves, terminadas en ábsides semicirculares La torre, introducida de Orien­te, alcanzó gran esbeltez. En las catedrales y monasterios, junto a la iglesia, hay un patio cuadrado, rodeado de galerías, llamado claustro.

Fuera de España se encuentran, entre los monumentos más notables, la catedral de Angulema y Santa María de Poitiers, en Francia; las catedrales de Maguncia y Worms, en Alemania, y el maravilloso conjunto de Pisa (catedral, baptisterio y torre inclinada), en Italia. En España, el ROMánico alcanza singular importancia, al encontrarse aquí una de las metas de la peregrinación cristiana medieval, Santiago de Compostela.

La escultura era un elemento accesorio de la arquitectura, empleado especialmente para la decoración de las portadas; sus figuras son técnicamente imperfectas, de anatomía defectuosa, pero impresionan por su ingenuidad y su hondo sentido religioso. Merece citarse el Pórtico de la Gloria en la Catedral de Santiago.


Lección 12

LA PLENITUD DE LA CIVILIZACIÓN EUROPEA MEDIEVAL

  • Expansión demográfica y económica

Desarrollo demográfico y económico

         El progreso ge­neral de Occidente a partir del año 1000 se hizo más acelerado en el Siglo XIII. Los avances agrícolas conti­nuaron, ganando terrenos cultivables no sólo a los bosques (roturaciones), sino a los eriales y marismas; los campos cultivados dejaron de ser los oasis de la Europa anterior al Siglo XI. La población siguió aumentando, se fundaron poblaciones y hubo una intensa colonización germánica en las tierras situadas al este del Elba. Tanto en el norte como en el sur de Europa crecieron tas ciudades y surgieron otras nuevas. Las repúblicas comerciales del Mediterráneo intensificaron sus relaciones con Oriente ― ésta fue una de las consecuencias de las Cruzadas― y comerciaron en productos de alto valor, como sedas, especias, perfumes y esclavos. Siguieron perfecciónán­dose las técnicas comerciales surgidas con anterioridad (banca, crédito…).

Venecia, Génova y Barcelona fueron las principales ciudades mercantiles mediterráneas, mientras otras, como Milán y Florencia, se distinguían más por sus productos industriales. Las relaciones comerciales de estas ciuda­des llegaban tan lejos que hubo familias, como la del famoso veneciano Marco Polo, que estuvieron en con­tacto con los países del Extremo Oriente.

El mar del Norte y el mar Báltico también desarrollaron una gran actividad comercial gracias a la Hansa germá­nica, liga de ciudades que se apoyaban mutuamente para proteger su comercio y que fue el origen de la prosperidad de Hamburgo, Bremen, Colonia, Riga y otras muchas ciudades.

En el Siglo XIII, pues, se puso fin de un modo definitivo a la economía cerrada en amplias regiones europeas.

Las ciudades

         Las invasiones y el asentamiento de germanos en Occidente acrecentaron el proceso de abandono y ruina de las ciudades ya patente desde los últimos tiempos del Imperio Romano. La recuperación comenzó partir del Siglo XI; el renacer del comercio, arrastró el renacer industrial y ambos el urbano. Las ciudades solían surgir por el establecimiento de artesanos y mercaderes en el burgo exterior (de ahí el nombre con el que comenzaron a ser conocidos, burgueses) de una fortaleza o castillo, que en momentos de peligro pudiese ofrecer una fácil protección; a veces fueron las mismas antiguas ciudades las que adquirieron una mayor importancia con un aumento notable de población, debido a su privilegiada situación en una encrucijada de caminos, en la orilla de un río o en cualqui­er otro lugar favorecido por la naturaleza.

Una de las actividades importantes de muchas de estas aglomeraciones fueron las ferias, reuniones periódicas mercaderes en fechas determinadas de antemano con el fin de tener contactos entre sí y con los posibles compra­dores de la regíón Nos puede servir de ejemplo el caso de Medina del Campo, que, gracias a sus ferias, se convirtió, durante el Siglo XV, en el mayor centro mercantil de Castilla.

Papel de singular valor desempeñaron en las ciudades de la Baja Edad Media los gremios, agrupaciones de artesanos (a veces también de mercaderes) de un mismo oficio para la protección y la defensa de sus intereses profesionales que llegaron a regular estrictamente no permitiendo el establecimiento en la ciudad de no pertenecientes al gremio. Era éste el único facultado para establecer las distintas categorías en los oficios (aprendiz, oficial y maestro), para las que se exigían pruebas de gran dificultad.

Aunque en un principio los burgueses estuvieron, gene­ralmente, bajo el dominio de un señor, pronto se unieron para obtener libertades que era norma hacer constar en una carta. Fue una continua lucha la emprendida por la burguésía, que le permitíó alcanzar una gran indepen­dencia; de hecho, muy pronto, los habitantes de las ciu­dades más pujantes estuvieron fuera del sistema feudal; formaron, incluso, repúblicas independientes o apoyaron a los reyes para no depender de los señores feudales. Por supuesto, no todos los ciudadanos eran iguales, los burgueses (comerciantes e industriales) eran los mas favorecidos y, entre ellos, los más poderosos, los posee­dores de mayor poder económico, eran los verdaderos dueños y señores de sus respectivas ciudades, que se convirtieron así en el dominio de pequeñas oligarquías.

Estas ciudades no eran tan grandes como las actuales; la mayoría no llegaban a los 50.000 habitantes, y eran muy pocas las que, como París, Venecia y Palermo, pasaban de 100.000. También dejaban mucho que de­sear en el aspecto urbanístico. Sin embargo, con todas sus deficiencias, las ciudades eran en Europa el germen de prosperidad y porvenir, sobre todo por su clase dominante, la burguésía, de origen reciente y de una vitalidad grande que la encara­maba a pasos agigantados hacia cotas del poder político más elevadas.

Constitución de las monarquías territoriales

Conforme se disolvía el mundo feudal y se consolidaba la autori­dad de los reyes, la multitud de pequeñas soberanías en que se dividía Europa fueron integrándose en grandes estados, las monarquías territoriales. Era aquélla una Europa más dividida que la actual, pero en otro sentido más unida, porque aún la aparición del protestantismo no había dividido a los cris­tianos de Occidente; además, el latín, como sabemos, servía de lengua universal de la cultura; era el idioma que se hablaba en las Universidades y en el que se escri­bían las obras científicas.

La formación de las monarquías territoriales siguió una marcha muy distinta, no realizándose al mismo ritmo en todas partes.

En Occidente, es donde el fenómeno se observa con mayor claridad:
España, Portugal, Francia, Inglaterra avanzan rápidamente hacia la constitución de Estados modernos regidos por monarcas dotados de gran autoridad. En cambio Italia sigue dividida en multitud de pequeños estados; la misma dispersión, e incluso mayor, se observa en el Imperio alemán. Pero los pe­queños soberanos italianos y alemanes realizan, dentro de sus reducidos territorios, el ideal del estado auto­ritario.

No ocurre lo mismo en la Europa Oriental; en Polonia la nobleza se impone a los reyes, mantiene el principio electivo, refuerza su dominio sobre los campesinos e impide la evolución hacia un estado de tipo moderno. Mucho más atrasada era la situación en Rusia, país en­tonces aislado del resto del continente.

Dentro de este sistema variado, el reforzamiento de la autoridad real anduvo por caminos semejantes en todas partes. Los soberanos trabajaron por la creación de monarquías autoritarias, unificadas y centralizadas, en las que el monarca tuviera un gran poder, aunque para gobernar aún se ayudaran, al menos en teoría, por algu­nos organismos como parlamentos, municipios, etc. En tarea tuvieron de su parte al pueblo, que prefería depender directamente del rey mejor que de los señores; éstos, frenada su ambición, fueron convertidos en colaboradores de la monarquía, confiriéndoseles altos puestos de gobierno. No obstante, los instrumentos que utilizaron los reyes para implantar su autoridad fueron:

La burocra­Cía: formada por un conjunto de funcionarios públicos, escogidos entre los más importantes legistas, o sea, los hombres de leyes, formados en el estudio del Derecho romano, favorable a aquellos conceptos estatales que defendían el absolutis­mo regio.

 y el ejército permanente.

Para completar su obra los soberanos ejer­cieron una creciente influencia en las iglesias de sus respectivos países, debido a sus riquezas y al enorme influjo social que éstas poseían.

Apogeo de la cultura medieval

Las Universidades

         Al terminar el Siglo X y pasar con él el momento crítico de la Edad Media representado por las nuevas inva­siones, la cultura, que había quedado reducida a la callada labor de las Ordenes monásticas, resurge poco a poco, y va extendiendo sus fo­cos de civilización que habían de alcanzar su apogeo en los siglos XII y XIII con la aparición de las Universidades. Poco favorable era el am­biente para el desarrollo de la enseñanza: las supersticiones lo llena­ban todo, sin respetar ni lo más sagrado; agréguese a ello la rudeza de las costumbres, la completa ignorancia de clérigos y laicos, su inmoralidad, el afán inmoderado de placeres y riquezas, que tan bien se refleja en los sermones, leyendas y romances de la época, y tendré­mos bosquejado el cuadro de una sociedad que debía ser sacudida fuer­temente por la labor benemérita de los primeros maestros.

Estos fueron, en sus principios, los eclesiásticos, sobre todo el clero que no se había contaminado de los errores del siglo y seguía, con la severidad de una regla, la obligación del trabajo y de la enseñanza. La mayor parte de los monasterios tenía aneja una escuela; se distinguía, entre ellas, las scolae minores de los monasterios pequeños, en las que sólo enseñaban rudimentos, y las scolae maiores, en los grandes monasterios, donde se atendía ya a los altos estudios. A semejanza de las escuelas monásticas, los obis­pos procuraron abrir escuelas catedrales, primero para instruir a los Clérigos de la diócesis, después para todos los demás.

La enseñanza de las escuelas monásticas y episcopales siguió al principio el sistema que había señalado la antigüedad, es decir, el de las Siete Artes liberales divididas en dos grupos:

el Trívium, correspondiente a las Letras (Gramática, Retórica y Dialéctica),

y el Cuadrivium o sección de Ciencias (Aritmética, Geometría, Astronomía y Música).

A estas siete artes se uníó la enseñanza de la Teología, y cuando surgieron grandes maestros se enseñó también Filosofía y Derecho, es decir, los elementos que habían de ser la esencia de las Universidades.

A fines del Siglo XI existían escuelas, materia docente, profesores acreditados y estudiantes entusiastas; sólo faltaba aplicar a estos factores ese espíritu propio de la Edad Media, que hacia reunir en aso­ciaciones a las personas de una misma clase u oficio y surgir de ese modo la Universitas de maestros y discípulos de estudios superiores; el fenómeno se produjo en el Siglo XII, mostrando una gran semejanza con los gremios; en una agrupación (Facultad) se reunía a los profe­sores y en otra a los estudiantes, así como en los gremios había socie­dad de maestros y oficiales.

El ejemplo de la creación universitaria lo dan Italia y Francia. Allí surgieron, casi de modo espontáneo, comunidades de profesores y dis­cípulos, que se reunían en una población para dar y recibir instrucción en las materias que estaban entonces más en boga: Derecho romano, canónico, Teología y Filosofía. Dada la carencia de altos centros de en­señanza y la escasez de hombres especializados, en cuanto alguno descollaba o se reunían varios con propósito de establecer cátedra, acu­dían las gentes ávidas de saber y les seguían sin dificultad si verifi­caban cambios de residencia. Cuando los maestros fijaron la residencia o se impuso ésta de por sí, ya por la aglomeración de alumnos o la impor­tancia de la ciudad, ya por la costumbre de ir a ella, facilidad de ha­cerlo u otra causa cualquiera, los estudios se fueron organizando, re­cibieron la protección de los reyes y los Papas y adoptaron reglamentos y constituciones para su régimen interior, formulados por los mismos maestros y discípulos que creaban el Estudio o Universidad. Animados por el éxito de estas primeras creaciones, donde no aparecía el maestro destacado o la masa de alumnos, surgía la Universidad por creación real o por la generosidad de los grandes señores (nobles u obispos), esperan­do de este modo, y a veces con éxito, que el centro atrajese al elemento humano, ya que éste no había creado a aquél.

Principales universidades:

Fines del Siglo XII. Las de París, Bolonia y Oxford. Hacia el año 1200, las de Módena, Montpellier y Cambridge.

Siglo XIII, las de Vicenza (1204), Palencia (h.1212), Salamanca (1220), Padua (1222), Curia romana (1244), etc

Los principales privilegios de las Universidades eran la licencia do­cendi o derecho que se reconocía a sus graduados para enseñar en cual­quier país de la cristiandad (por eso la otorgaba el Papa); la inmuni­dad de cargos, que le concedían los reyes, y el fuero propio de los estu­diantes, los cuales no podían ser juzgados más que por las autoridades académicas. Como complemento obligado de las Universidades medieva­les hallamos los llamados colegios, que al principio no fueron sino hos­picios u hospederías para albergar y mantener a los estudiantes pobres, pero luego tuvieron sus repetidores y profesores propios.

Al igual que las demás asociaciones gremiales de la Edad Media, habiendo comenzado las Universidades por el espíritu de cooperación, se convirtieron bien pronto en organismos exclusivistas, y lo mismo que los gremios prohibían a las personas no pertenecientes a ellos el ejer­cicio de la profesión respectiva y la introducción y venta de productos extranjeros, las Universidades quisieron monopolizar la licencia docendi que habían recibido de los reyes o los Papas. Esto fue origen de litigios y disturbios, que, unidos a las rencillas que aparecían entre los estu­diantes y a las rivalidades entre éstos y el elemento no escolar, llenan de conflictos y peligros los primeros siglos de la vida universitaria.

La Escolástica

         En los siglos que siguen a la caída del Imperio romano de Occidente los estudios filosóficos permanecieron completamente detenidos. Pero aparece Carló­magno formando su Imperio, protegiendo las letras, creando escuelas, y entonces es cuando se va despertando el afán de enseñar que ―como hemos visto― se ejerce primero en las catedrales y conventos y después en las Universidades. Pues bien, en unas y otras se enseñó una filosofía que, por ser dada en las escuelas y para los escolares, se llamó Escolástica.

La filosofía, como la vida espiritual de la Edad Media, en general, se mantuvo durante mucho tiempo en una actitud puramente receptiva frente a la cultura superior de la antigüedad y de la época patrística (de los Padres de la Iglesia); se inclínó ante la autoridad de los anti­guos pensadores y se limitó a transmitir un tesoro de verdades ya co­nocidas, es decir, que se enseñaba y aprendía filosofía, pero no se fi­losofaba; el pensamiento filosófico:

Servía más para la exposición y fundamento de verdades en­contradas de muy antiguo que para el hallazgo de verdades nuevas.

Había, además, la preocupación de resolver, en lo posible, las contra­dicciones existentes entre las autoridades acatadas

y, sobre todo, hacer compatibles la fe y la ciencia, la teología y la filosofía.

En su primera época (siglos IX al XII) la Escolástica se encontró con un problema que apasionaba a los espíritus, desper­tando en todos ellos un extraordinario ardor científico; tal era la cúes­tión de los universales, es decir, de la naturaleza de los conceptos abs­tractos y generales que constituyen las ciencias y su relación con la realidad de las cosas singulares (¿Existen realmente las especies o universales que no se refieren a una cosa o individuo concreto sino que se pueden aplicar a muchos?). Este problema lo habían resuelto de un modo distinto Platón, Aristóteles y las demás escuelas filosóficas de la antigüedad.

De la disputa surgieron dos soluciones extremas:

El Realismo absoluto ―defendido por el profesor de París Guillermo de Cham­peaux y por San Anselmo, arzobispo de Canterbury― opina que los universales existen fuera de la mente y fuera de las cosas con una realidad sustancial, aislada, concreta, como la de las cosas de este mundo.

el nominalismo ―cuyo representante fue el canónigo Roscelino de Compiegne― defiende que los universales no existen de ninguna manera, los conceptos son simples nombres, palabras vacías con que designamos un conjunto de cosas que se asemejan entre sí

Más tarde, Pedro Abelardo, en la Universidad de París propone el conceptualismo (el universal es un concepto aplicable por derecho propio a la pluralidad de objetos que realizan la misma esencia) que prepara ya la respuesta plenamente en línea aristotélica que enunciará Sto.Tomás de Aquino.

En el Siglo XIII llegó la Escolástica a su grado máximo de desarrollo gracias a la apropiación total del sistema aristotélico. Para ello fue preciso que los escolásticos conociesen todos los escritos de Aristóteles gracias a la escuela filosófica árabe creada en España, donde Averroes y Maimónides formaron una escuela que transmitíó a Occidente la fi­losofía helénica.

Como los escoláticos sólo conocían las obras de Aristóteles por las traducciones árabes de los sabios musulmanes, era preciso corregir los errores que pudieran ha­berse deslizado en la traducción y depurar la filosofía aristotélica acu­diendo directamente al texto griego; tal fue la labor de Santo Tomás de Aquino (1226-1274), dominico, que organizó toda la doctrina cristiana en un sistema armónico que expuso en su gran obra Summa Theologica. La Summacomprende tres partes:

La primera trata de Dios uno y trino;

la segunda, del último fin y de los actos humano

la tercera, de la redención y los Sacramentos.

Santo Tomás logró resolver, con sagacidad y amplitud de criterio, la difícil tarea de acomodar las ideas cristianas dentro de un sistema extraño como el aristotélico.

Según él, las doctrinas filosóficas de la ra­zón y las enseñanzas supra-racionales de la fe no pueden hallarse nunca en contradicción, porque ambas proceden de la misma fuente: de la sa­biduría divina; partiendo de principios justos y siguiéndolos, la razón no puede llegar nunca a resultados que contradigan la fe. Claro está que hay verdades de fe que no pueden ser demostradas ciertamente por la razón, como la Trinidad, la transustanciación en la Eucaristía, la resu­rrección de la carne, etc., pero sí cabe aproximarse por comparaciones, hasta cierto punto, a su inteligencia, y pueden refutarse las objeciones que se hagan contra ellas.

Por otra parte, atribuye a la razón la tarea de demostrar los fundamentos naturales, esto es, los supuestos raciona­les de la fe, como la existencia de un Dios personal, la creación del mun­do por obra suya, etc., y también compete a la razón examinar las prue­bas acerca de la divinidad de la revelación, tales como los milagros y profecías del que hace la revelación, pero para Santo Tomás todas estas demostraciones racionales sólo sirven para hacer que la fe aparezca como racional, aunque no tiene poder para obligar a acatarla lógica­mente; para ello es necesario —prescindiendo de la colaboración de la gracia divina— un acto de voluntad. Mas esta fe en modo alguno vio­lenta a la razón, sino que la eleva y perfecciona; por eso la religión y la teología no deben apartarse de la naturaleza y cultura humanas, sino penetrarlas, comunicándolas así una más alta dignidad.

En la cuestión de los universales, Sto. Tomás propone el llamado Realismo moderado: el universal es concepto y existe solo en la mente pero con fundamento en la cosa. El universal tiene una triple realidad:

Ante rem (antes de la cosa): en la mente divina como patrón o arquetipo con arreglo al cual Dios creó (=idea en línea agustiniana).

In re (en la cosa): como forma de la misma.

Post rem  (después de la cosa): en la mente del cognoscente que la abstrae de las cosas mismas.

El pensamiento tomista no es una mera adapta­ción del aristotelismo a la fe cristiana. Puede consi­derarse más bien una prolongación y una aplicación a mil órdenes y aspectos nuevos de la concepción general del maestro griego. A este elemento me­dular filosófico (el aristotelismo), uníó en perfecta síntesis los elementos más valiosos del pensamiento cristiano, procedentes sobre todo del agustinismo. El tomismo ha pasado a la Historia como la sistema­tización más completa, original y sólida de la filo­sofía cristiana.

La jurisprudencia

         La codificación del Derecho romano veri­ficada por Justiniano se había eclipsado en Occidente por efecto de las invasiones bárbaras. La Iglesia, entretanto, por sus Concilios universales y provinciales y por la autoridad de los Papas y prelados eminentes, iba dando disposiciones legales, que luego se recogían en colecciones por hombres eminentes (San Isidoro, Ivo de Chartres). Pero hasta el Siglo XIII no adquiríó carácter científico el cultivo de la jurisprudencia, así civil como canónica.

Se dice que un ejemplar del Digesto de Justiniano, hallado en Amal­fi, fue el germen del Renacimiento de los estudios jurídicos, que culti­varón principalmente en Bolonia los que se llamaban glosadores, porque añadían a las disposiciones legales glosas o declaraciones. El monje ca­maldulense Graciano, que enseñó Derecho en Bolonia, publicó su obra llamada Decreto (1140), que es una colección de las disposiciones canó­nicas, siguiendo el orden del Derecho romano y procurando concordar entre sí los cánones discordantes. Un siglo más tarde, en 1230, el Papa Gregorio IX encargó al español San Raimundo de Peñafort una nueva refundición de las colecciones canónicas, eliminando lo desusado y ar­monizando lo contradictorio; así se formaron las famosas Decretales im­puestas como regla de Derecho y texto didáctico (Universidades de Bo­lonia y París.

El Derecho civil tuvo en esta época el mejor monumento en España, por obra de Alfonso el Sabio, el cual, en sus Siete Partidas, aunque aten­dió más al ideal jurídico que a las prácticas necesidades de su tiempo, infiltró en el Derecho romano, que tomó por base, un espíritu cristiano que no tuvo la codificación de Justiniano.

Ciencias

         Desde el Siglo XII se enseñó en la Universidad de Pa­rís la Medicina, que ya antes se cultivaba en las escuelas de Salerno y Montpellier; sus métodos eran los mismos que los de la Teología y De­recho, es decir, la exégesis de los textos recibidos de la antigüedad, en especial Hipócrates y Galeno, conocidos a través de los árabes y provis­tos de glosas o comentarios. Los monjes ejercieron a veces la Medicina, pero, en general, fue monopolizada esta ciencia por judíos y árabes; también las Hermandades y Órdenes hospitalarias, por su especial mi­sión, se vieron conducidas a la práctica de esta ciencia. A partir del si­glo XII se enseñó en las Universidades, constituyendo una facultad que florecíó en Montpellier, París y muchas escuelas italianas.

Completaba el conocimiento de la Medicina el estudio de las Cien­cias Naturales, tomando corno maestro a Plinio y buscando especialmen­te el conocimiento y aplicación de hierbas medicinales. El franciscano de Oxford Rogerio Bacón (1214-94), fue quien inició el verdadero camino de estos estudios, basándolos en la observación y experimentación.

La Química fue cultivada en la Edad Media por los musulmanes, sobre todo en Bagdad, donde Geber (de cuyo nombre procede el del Al­gebra), descubríó el óxido rojo y el sublimado corrosivo, el ácido nítrico, el nitrato de plata, y estudió la fusión, purificación y maleabilidad de los metales. Entre los cristianos, Arnaldo de Vilanova descubríó los ácidos sulfúrico y muriático, y sacó el alcohol del vino. Desgraciadamen­te, la Química volvíó a la categoría de ciencia oculta (que había tenido entre los egipcios) por obra de los alquimistas, que buscaban la piedra filosofal, y de los médicos, que andaban tras la panacea (cúralotodo) y el elixir de la larga vida.

Las Matemáticas alcanzaron el florecimiento que resplandece en la Arquitectura, y anduvieron aliadas con la Astronomía y la Cosmogra­fía;
Muy cultivadas por los árabes orientales, que tradujeron las tablas astronómicas de los indios y comunicaron sus conocimientos a los judíos y musulmanes españoles, acabaron también por ser desviadas entre las fantasías de la Cábala y la Astrología.

La Geografía fue estudiada en los autores griegos, especialmente el Almagesto, de Ptolomeo, y difundida a través de los árabes; éstos co­nocieron los meridianos y paralelos, midieron el grado terrestre y tra­jeron a Occidente la brújula, inventada por los chinos. Las Cruzadas reavivaron el afán por estos estudios, que fueron muy cultivados en los monasterios, sobre todo en el Monte Casino, donde aportaban nuevas noticias los innumerables peregrinos.

Letras

         Toda la enseñanza y las disputas corrientes en las escue­las medievales se tenían en latín, muy separado de la pureza clásica y lleno de neologismos o voces técnicas, inventadas para designar los conceptos entonces en uso. Este empleo del latín hablado y escrito influyó grandemente en la formación de las lenguas modernas, no sólo de las neolatinas (italiano, francés, español), sino aun en la configuración de los idiomas germánicos (inglés, alemán, etc.). De este modo, aunque en esta época no se estudiaban gramaticalmente estas lenguas ni formaban objeto de la enseñanza, se desenvolvieron rápidamente y alcanzaron su definitiva forma gramatical.

El Gótico

         Al arte ROMánico sucedíó, por evolución progresiva de sus elementos, el gótico, nombre que le dieron los renacentistas en sentido despreciativo, aunque nada tiene que ver con los godos ni con ningún otro pueblo germánico. Dicha evolución comenzó a fines del Siglo XII y llegó a su perfección en el Norte de Francia, donde se encuentran los monumentos de estilo más puro. Gran importancia en el periodo de transición del ROMáni­co al nuevo estilo tuvieron los cistercienses, quienes des­preciando las suntuosas riquezas que se habían ido acu­mulando en las iglesias a lo largo del Siglo XI, propugnaron un estilo arquitectónico más puro, en el que los elementos constructivos estaban faltos de toda de­coración superflua. Sin embargo, este estilo monástico se transformó casi por completo cuando se convirtió esencialmente en un arte urbano, pues el nuevo modo triunfante de la vida y de la religiosidad así lo impuso.

La arquitectura ROMánica, para sostener el peso de las grandes bóvedas de piedra, no conocía otro procedimien­to que hacer muros espesos con pequeñas aberturas. Re­sultaban monumentos pesados y de interiores sombríos. La arquitectura gótica soluciónó este problema mediante la distinción de elementos activos y pasivos los primeros forman un armazón integrada por haces de nervaduras de piedra, que se cruzan en las bóvedas; son las bóvedas de crucería o de ojivas, que dan el verdadero nom­bre técnico del nuevo estilo (ojival). Los arcos no son de medio punto, sino apuntados, también denominados ojivales. La solidez de esta estructura se aumenta con los arbotantes, arcos exteriores que recogen parte de la presión de las bóvedas de la nave central, saltando por encima de las laterales, y con los contrafuertes, que tam­bién ayudan a soportar el peso de las cubiertas. Los huecos se rellenan con paredes delgadas o vidrieras, puesto que no sostienen nada. Esta innovación permitíó construir espaciosas y altísimas naves, cuyas paredes están caladas por ventanales y rosetones.

La arquitectura gótica u ojival predominó en los si­glos XIII, XIV y XV. Se construyeron muchos palacios, castillos, lonjas, ayuntamientos y otros edificios de carácter civil; pero los religiosos siguieron siendo los más notables y numerosos. Citaremos como ejemplo Nuestra Señora y la Santa Capilla de París y, también en Francia, las catedrales de Reims, Amiens y Chartres; las alemanas de Colonia y Ulm; la de Milán en Italia y las españolas de Burgos, León, Toledo, Barcelona y Sevilla.

La escultura gótica señaló un gran progreso sobre la ROMánica; figuras como las de la catedral de Reims anuncian ya las del Renacimiento por su perfección y belleza.

También hubo un gran progreso en la pintura, si bien se pierde una de sus más importantes manifestaciones, la pintura mural, que es sustituida, la mayor parte de las veces, por las vidrieras, que producen en el interior de los edificios góticos unos efectos de luz y color ma­ravillosos. Son de destacar las existentes en la catedral de Chartres y en la de León.

La crisis del Siglo XIV

El Cisma de Occidente y sus consecuencias

         El Cisma se produjo a raíz de la elección como sucesor de Gregorio XI de Urbano VI (1378-1389), primer italiano tras siete papas franceses. Su destemplanza y autoritarismo no favorecíó el entendimiento con la mayoría francesa del Sacro Colegio; cuando se produjo el enfrentamiento, los cardenales que constituían esa mayoría abandonaron Roma y, amparándose en que aquella elección habría tenido lugar bajo presiones, llevaron a cabo una nueva elección en la persona de un francés, Clemente VII (1378-1394), quien establecería su sede en Aviñón, un lugar prestigioso por la presencia allí de los pontífices durante años. Cada uno de ellos tenía sus puntos de vista justificativos, sus partidarios, sus razones y sus intereses y, durante décadas, la cristiandad occidental quedará dividida por el cisma en dos obediencias: Roma y Aviñón. Francia, España, Chipre, Escocia y Nápoles, se adhirieron a Clemente VII y el resto de los países a Urbano VI.

La cuestión se complicó aún más con una tercera elección en Pisa (1409) y no se resolvíó hasta la elección de Martín V en 1417 por el Concilio de Constanza cuya legitimidad fue reconocida por el Papa de Roma.

Las consecuencias del Cisma de Occidente fueron muy diversas:

Disminución de la autoridad papal.

La disminución de la autoridad y prestigio del Pontificado romano es un fenómeno evidente durante los siglos XIV y XV. Ya en Aviñón se había mermado no poco la autoridad de los papas por su particularismo francés y se comprende que la veneración y respeto máximo que antes se les tenía había de ir en descenso durante el cisma, cuando el Papa no era acatado y obedecido sino en una parte de la cristiandad, siguiendo la otra a su rival.

Conciliarismo

La disminución de la autoridad pontificia se manifestó también en el orden de las ideas, cuajando teóricamente en la doctrina del conciliarismo (que ponía la autoridad suprema de la Iglesia en el concilio o asamblea de obispos con fuerte intervención de la autoridad civil)que cobró vuelos debido a la grave situación práctica del cisma que había que resolver.

Relajación de costumbres

Consecuencia del cisma fue también, aunque sólo en parte, la relajación de costumbres que durante los siglos XIV, XV y principios del XVI campea por todo el cuerpo social. No poseyendo el Papa suficiente autoridad e influencia para cortar enérgicamente los abusos y corruptelas y hallándose todos los grados de la jerarquía eclesiástica inseguros es natural que el celo de la disciplina se amortiguase y la debida vigilancia se descuidase. Lo que más escandalizaba era la conducta inmoral de muchos eclesiásticos, sin excluir a los prelados más altos.

Visionarios y seudoprofetas

El pulular de profecías y de visiones apocalípticas sobre el destino de la humanidad es fenómeno ordinario en cualquier época atormentada por guerras y cataclismos. En el círculo de los exaltados espirituales y en el exilio aviñonés cundían los visionarios y seudoprofetas, confundidos muchas veces con los dones sobrenaturales de los santos. El cisma acentuará esta tendencia.

La tormenta intelectual del Occamismo

         Durante los siglos XIV y XV continuó el entusiasmo por el estudio, tan carácterístico de los siglos XII y XIII. Sin embargo, bien pronto aparecieron algunos vestigios de sensible decadencia que se manifiestan en la siguiente forma:

Cuestiones de escuela. En vez de las especulaciones dignas y serias, empezaron a preponderar ciertas discusiones escolásticas que fueron degenerando en el más puro formalismo.

Nominalismo. Debido a la exacerbación en las cuestiones agudas y escolásticas, se descuidaban los asuntos fundamentales de la Teología y fue prevaleciendo el nominalismo.

Barbarismos escolásticos. El mismo lenguaje escolástico se llena tan copiosamente de tecnicismos y barbarismos, que promueve la reacción, también exagerada, de los humanistas.

Junto a las escuelas tomistas y franciscanas surgíó una nueva forma, fundada por el franciscano Guillermo de Occam (†1349) que vino a renovar y agudizar más la división, ya existente en el Siglo XII, entre realistas y nominalistas a propósito de la cuestión de los universales.

En toda su filosofía se trasluce un verdadero espíritu de crítica y cierto escepticismo, que llega a negar la posibilidad de demostrar por medio de la razón ninguna verdad teológica. En efecto, siendo los universales, conforme a su doctrina, meras ficciones de la mente, nuestros conceptos no responden a la realidad, de donde deduce la falta de conformidad entre las verdades filosóficas y teológicas.

Por eso se entregaba a una verdadera crítica de las verdades fundamentales cristianas y las consecuencias del occamismo en la Teología fueron demoledoras. Este nuevo sistema del nominalismo fue llamado Vía moderna mientras que los sistemas anteriores se denominaron Vía antigua. La lucha entre ambas tendencias llena las discusiones filosóficas y teológicas de este período y no se puede negar que el nominalismo de Occam conducía al escepticismo y preparó el camino de la reforma protestante.

La crisis económica y social

         A partir del Siglo XIV este panorama de continuo progreso económico y demográfico que hemos descrito con anterioridad sufríó un cambio brusco, especialmente en los campos; dificultades económicas y catástrofes demográficas (ham­bres, pestes y guerras) originaron trastornos políticos y sociales que en algunas regiones fueron causa de pro­fundas transformaciones. Gran importancia en este de­clive económico tuvo la llamada Peste Negra de 1348, que a lo largo de distintos años arrebató casi la mitad de la población y se convirtió, sin duda, en el gran pro­tagonista de la vida de la época. Comenzó también a me­diados del Siglo XIV la Guerra de los Cien Años, de mayor violencia y devastación que las anteriores a causa de la gran potencialidad alcanzada por las monarquías enfrentadas.

El comercio continuó, aunque bajo unas condiciones diferentes, pues se sustituyeron los productos de 1ujo y gran valor por productos de consumo más generales como el trigo, el vino, la lana, el algodón, los tejidos. Todo ello determinó el fin del monopolio de las ciudades mercantiles mediterráneas y de la Hansa. Se entraba en un mundo

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