La Política Centralista de los Borbones
En España, el proceso hacia el absolutismo lo habían iniciado los Austrias en los siglos anteriores. No obstante, la situación no era idéntica en todos los territorios. En Castilla, las Cortes no se reunían desde 1665. Aragón, País Vasco y Navarra conservaban cierta autonomía respecto al poder central.
Felipe d’Anjou estableció un sistema de absolutismo monárquico tomado del modelo francés. A través de los Decretos de Nueva Planta (1707-1716), impuso a los territorios de la Corona de Aragón la misma organización política y administrativa que tenía Castilla (desaparición de las Cortes de Aragón).
En efecto, estos decretos suprimían los fueros, las Cortes y sus diputaciones, los concejos municipales, el cargo de Justicia Mayor y el sistema fiscal y monetario propio de cada reino. En su lugar, se imponían las leyes, instituciones y cargos de Castilla.
Organizó el territorio de manera uniforme, sustituyendo los virreinatos (excepto en América) por provincias.
La administración de justicia quedó a cargo de las reales audiencias, presididas por capitanes generales.
Para el gobierno de las principales ciudades, se nombraron corregidores, dependientes directamente del rey.
Una novedad impuesta por los Borbones fueron los intendentes, nombrados por el rey y encargados de recaudar impuestos, dinamizar la economía, controlar a las autoridades locales, realizar censos, etc.
La reorganización de la Hacienda les llevó a extender los impuestos estatales a la Corona de Aragón (no a otras zonas, como País Vasco y Navarra, que habían apoyado a Felipe).
La Nueva Política Exterior Borbónica
La política exterior iniciada por Felipe V se prolongó durante todo el siglo XVIII y se organizó en torno a dos elementos:
- La conservación del imperio americano, lo que exigía estrechar relaciones con Francia para reducir la amenaza de Gran Bretaña.
- Reforzar la alianza con Francia. La pertenencia a la misma familia de los reyes francés y español permitió sucesivas alianzas, conocidas como pactos de familia.
El Motín de Esquilache (1766)
Durante los primeros años del reinado de Carlos III, la política de reformas fue llevada a cabo por ministros extranjeros, lo que provocó el rechazo tanto de los grupos privilegiados como del pueblo, que argumentaban que los cambios eran contrarios a la tradición española.
En marzo de 1766, estalló una revuelta popular. El motivo básico era la subida de impuestos y del precio del pan, pero se utilizó como excusa el decreto que prohibía las capas largas y los sombreros gachos o inclinados (prendas que ocultaban rostros, armas y artículos de contrabando).
La gente asaltó las casas del Marqués de Esquilache y del ministro Grimaldi. Levantaron los adoquines de las calles y destrozaron los faroles.
En Madrid, el motín acabó cuando el rey prometió echar a los ministros extranjeros y bajar el precio del pan. Pero las protestas se extendieron a continuación por numerosas ciudades, siendo especialmente violentas en Zaragoza y Guipúzcoa.
La Primera Guerra Carlista
El mismo día de la muerte de Fernando VII, Carlos se autoproclamó rey. Al mismo tiempo, se iniciaron en el norte de España una serie de levantamientos: era el comienzo de la primera guerra carlista, un sangriento enfrentamiento que duró siete años.
El bando isabelino fue apoyado por las altas jerarquías del ejército, la Iglesia y el Estado, y por los liberales, que vieron en la defensa de los derechos dinásticos de la niña Isabel la posibilidad del triunfo de sus ideas.
El bando carlista estaba compuesto por todos los que se oponían a la revolución liberal: pequeños nobles rurales, parte del bajo clero y muchos campesinos. Los carlistas tenían sus apoyos principales en Navarra, País Vasco, zona al norte del Ebro y el Maestrazgo (Castellón).
El programa ideológico-político del carlismo, con el lema “Dios, Patria, Fueros y Rey”, era el siguiente:
- Oposición radical a las reformas liberales y defensa de la monarquía absoluta.
- Tradicionalismo católico y defensa de los intereses de la Iglesia.
- Defensa de los fueros vasco-navarros, amenazados por las reformas igualitarias y centralistas liberales.
La guerra comienza con el levantamiento de partidas carlistas en el País Vasco y Navarra. Al no poder contar inicialmente con un ejército regular, utilizaron la táctica de la guerrilla.
Pronto, ante la inoperancia del gobierno, Zumalacárregui (general carlista) organiza un ejército de 25.000 hombres. Por su parte, el general Cabrera unificó las partidas de Cataluña y Aragón. Con el propio Carlos M. Isidro al frente, las tropas carlistas llegaron a las puertas de Madrid. Al no poder tomar la ciudad, volvieron a sus zonas de origen.
Desde el punto de vista internacional, Carlos recibió apoyo, moral y económico, de las potencias absolutistas europeas (Rusia, Prusia, Austria); los isabelinos, de Gran Bretaña, Francia y Portugal.
A medida que los isabelinos iban obteniendo ventaja militar, los carlistas se dividieron en transaccionistas e intransigentes. Se impuso la posición de los primeros, con el general Maroto al frente: el Acuerdo de Vergara (28 de agosto de 1839) supuso un cierto reconocimiento de los fueros vascos y navarros y la posibilidad de que los oficiales carlistas se integraran en el ejército real.
Los Afrancesados
Un grupo, formado por intelectuales, altos funcionarios y una parte de la nobleza, aceptó de buen grado la invasión y lo que significaba (libertades políticas, reformas económicas, etc.). Se les conoció con el nombre de afrancesados. Procedentes en su mayoría de los sectores ilustrados, pensaban que las reformas, aunque vinieran de la mano de Napoleón, eran necesarias para el país. Y precisamente el que se hicieran de esta forma constituía una garantía contra movimientos revolucionarios más radicales.