La Construcción del Estado Liberal en España (1808-1874): Política, Crisis y Reformas

La Constitución de Cádiz y el Origen del Liberalismo (1808-1814)

A modo de introducción, en el contexto de la Guerra de la Independencia (1808-1814) se emprendió en Cádiz el primer intento de transformación socioeconómica y política de naturaleza liberal, cuya mejor expresión se plasmó en la formulación de la primera Carta Magna española, la Constitución de 1812, así como en su intento posterior por desarrollar su obra legislativa en la todavía extensa Monarquía Hispánica.

Centrados en el desarrollo del tema, las abdicaciones de Bayona y la invasión napoleónica provocaron que la soberanía transitara del poder absoluto del monarca a los ayuntamientos, y de estos a las diferentes juntas provinciales hasta derivar en la Junta Suprema Central. Así pues, a finales de 1808 la Junta se refugió en Cádiz, planteándose como objetivos asumir la regencia en nombre de Fernando VII y rechazar al usurpador José I, coordinar las diferentes juntas, organizar la resistencia popular (guerrillas) y planificar las acciones del Ejército, redactar una constitución, etc.

La elaboración de la constitución puso de manifiesto las tendencias en las que se dividían los patriotas:

  • Por un lado, los que insistían en la línea reformista ilustrada o jovellanistas y los defensores de las ideas emanadas de la Revolución Francesa o liberales, es decir, aquellos que defendían el incipiente cuerpo doctrinal del Liberalismo. Sus representantes abarcaban desde los miembros de la baja nobleza y del clero hasta la nueva clase emergente, la burguesía (comerciantes, prestamistas, funcionarios, etc.).
  • Por otro, los absolutistas o serviles, representantes de los principios del Antiguo Régimen y, por tanto, integrantes de los estamentos privilegiados (Nobleza e Iglesia).

Al margen quedarían los afrancesados, aquellos españoles que desearon permanecer fieles al programa reformista de José Bonaparte y su Estatuto de Bayona (1808), ya por convicción política ya por intereses particulares, seguramente debatiéndose entre la fidelidad a su patria y la necesidad de sacarla de su secular atraso.

En consecuencia, en 1810 se convocaron las Cortes Generales, reuniéndose los representantes “de todos los españoles de ambos hemisferios” elegidos mediante un complicado sistema electivo de entre los territorios peninsulares y de ultramar, especialmente de los virreinatos de Nueva España, Perú y la Plata.

El 19 de marzo de 1812, día de San José, se aprobó “La Pepa”, de ahí su denominación, aunque parece también que como contrapunto al rey usurpador, cuyo extenso articulado (384 artículos) proclamaba:

  • La soberanía nacional, despojando al monarca de su poder absoluto de origen divino.
  • Los españoles, además de súbditos, eran reconocidos como ciudadanos, es decir, se otorgaban toda una serie de libertades políticas, deberes y derechos comunes e iguales para todos, sustituyéndose el esquema social estamental por el de clase, cuya división dependería, no del nacimiento, sino de la capacidad individual y del dinero.
  • El régimen político se definía como monarquía constitucional o “monarquía moderada hereditaria”. Aunque se le reconocía cierta potestad legislativa al monarca (“las Cortes con el Rey”), tal función recaía en un parlamento unicameral elegido por sufragio universal masculino, si bien para ser diputado se requería ser propietario.
  • España se definía como un Estado unitario y centralizado, dividido en provincias y municipios, omitiéndose las pretensiones americanas defensoras del modelo federal.
  • El Estado declaraba la oficialidad de la religión católica.

Además, conforme a la homogeneidad liberal, se intentó implantar un modelo fiscal común, un Ejército formado por ciudadanos obligados a su servicio (Milicia Nacional); la igualdad y homogeneidad de la justicia, creándose un único Tribunal Supremo.

Por último, las Cortes de Cádiz promulgaron una serie de decretos que tenían por objetivo destruir los fundamentos antiguorregimentales (1810-13): se abolieron los señoríos jurisdiccionales, se decretó la libertad de imprenta, se eliminaron los gremios y con ellos el control de los precios y de la producción, asentando el principio de libertad económica propio del sistema capitalista; para sanear la Hacienda se intentó la desamortización de las tierras comunales municipales, de las órdenes militares y jesuitas; fueron derogados los privilegios de la Mesta para fomentar la agricultura; y finalmente, fue suprimida la Inquisición como incentivo para la libertad de pensamiento y el progreso de la ciencia.

En conclusión, la obra de las Cortes de Cádiz es reflejo del embrión revolucionario liberal español, cuya máxima expresión residió en la primera constitución hispánica, pero que finalmente permaneció en la teoría ante la imposibilidad de desarrollarla por la guerra, debido a la autonomía de las juntas americanas y a la vuelta al absolutismo con el regreso de Fernando VII en 1814. Sin embargo, la constitución gaditana estaría vigente también durante el Trienio Liberal (1820-23) y mientras el gobierno progresista preparaba la Constitución de 1837. Con todo, puede ser calificada como una de las constituciones más liberales de su tiempo, espejo de otras constituciones europeas y, especialmente, de las proclamadas en América al conseguir su independencia.

El Reinado de Fernando VII: Absolutismo y Liberalismo (1814-1833)

A modo de introducción, el reinado de Fernando VII (1814-33) se puede calificar como uno de los más nefastos de la Historia de España, caracterizándose por una profunda crisis política, ligada además a factores económicos (independencia de América), y a otros de carácter social (disputas ideológicas entre partidarios del Antiguo Régimen y los defensores del Liberalismo). Su truculento reinado se puede dividir en tres etapas:

  1. El Sexenio Absolutista (1814-20).
  2. El Trienio Liberal (1820-23).
  3. La Década Ominosa (1823-33).

Centrados en el desarrollo del tema, el regreso a España de “el Deseado” comenzaría con la abolición de la Constitución de 1812 y la obra legislativa de las Cortes de Cádiz. Comenzaba así el denominado Sexenio Absolutista (1814-20), asentado ideológicamente en el Manifiesto de los Persas, es decir, un documento elaborado por los reaccionarios absolutistas que defendían la vuelta al Antiguo Régimen.

Durante esta fase, la Hacienda entró en una profunda ruina económica motivada tanto por las secuelas de la Guerra de la Independencia (1808-14) como por la progresiva independencia de América. Políticamente, el gobierno quedó en manos de una camarilla, una serie de ineptos que defendían los principios antiguorregimentales amparados por una parte del Ejército, de la Nobleza y de la Iglesia; de hecho, el restablecimiento de la Inquisición buscaba no solo el control religioso sino también el sociopolítico dada su extensa red de comisarios y familiares. Paralelamente, se persiguió a los masones, se prohibió toda sociedad secreta y se cerraron las universidades.

Perseguidos los enemigos ideológicos, tanto liberales como afrancesados, solo les quedó una salida: el exilio o el pronunciamiento. La dura represión desplazaría a unas 15.000 familias al extranjero; de ahí que tras varios alzamientos (Porlier, Mina, Lacy, la conspiración regicida del Triángulo, Milans del Bosch, etc.), el 1 de enero de 1820 triunfaba el del general Rafael de Riego en Cabezas de San Juan, dando comienzo asimismo a la primera oleada revolucionaria europea tras el Congreso de Viena.

Aprovechando su mando sobre las tropas que debían ser enviadas a América, Riego proclamó la Constitución de 1812, iniciándose el denominado Trienio Liberal (1820-1823), aceptándola aparentemente el monarca bajo su célebre sentencia: “Marcharemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.

El primer ensayo de un gobierno constitucional español puso en práctica una política liberal de carácter moderado: se elaboró el primer Código Penal (1822), se decretó la expulsión de los jesuitas y se reiniciaba la desamortización de las Cortes de Cádiz. Paralelamente, aparecían los primeros grupos políticos:

  • Por un lado, los liberales moderados, partidarios de un modelo más conservador o doctrinario (soberanía compartida, sufragio censitario, régimen bicameral, etc.).
  • Por otro, los liberales exaltados o de tendencia democrática (soberanía nacional, sufragio universal masculino, secularización del Estado, sistema unicameral, reconocimiento pleno de libertades, etc.).

Sin embargo, las fuerzas absolutistas conspirarían para derrocar el régimen liberal, estableciéndose en la Seu de Urgell una Regencia en nombre del monarca, “preso de los liberales”, mientras que aumentaban las “partidas realistas” en Cataluña, País Vasco, Navarra o Galicia. Finalmente, en el contexto de la Restauración diseñada por Metternich, el Congreso de Verona envió a los Cien Mil Hijos de San Luis, un ejército francés de la Santa Alianza que acabaría con el Trienio Liberal.

En consecuencia, la Década Ominosa (1823-33) se caracterizó por una nueva fase represiva: al exilio se sumó el encarcelamiento o la ejecución de numerosos liberales, tanto partícipes en anteriores etapas (Rafael Riego) como en nuevos intentos de pronunciamientos (Torrijos, Mariana Pineda, etc.). Sin embargo, el regreso al absolutismo no sería total, debido a la necesidad de reformas económicas de corte liberal (reorganización fiscal, presupuesto anual, Código de Comercio, Banco de San Fernando, etc.); no obstante, los señoríos y mayorazgos se reimplantaron, aunque no sucedería lo mismo con la Inquisición. Todo ello provocaría la respuesta de los reaccionarios a través de la firma del “Manifiesto de los Realistas Puros”, de la sublevación absolutista de los agraviados y los malcontents catalanes, etc.

Con todo, el principal problema de este periodo sería el sucesorio. La llegada de la dinastía de los Borbones trajo consigo la prohibición del reinado femenino (Ley Sálica), lo que impedía el acceso al trono de la hija mayor de Fernando y facilitaba el de su hermano Carlos. Para evitarlo, el rey retomó la Pragmática Sanción (1789) de Carlos IV sancionando su aprobación. Enfermo el monarca en 1832, firmó su anulación, para poco antes de morir reinstaurarla, originando con su muerte el reconocimiento de la futura Isabel II y la inmediata sublevación de los partidarios de Don Carlos (Guerras Carlistas).

En conclusión, la figura de Fernando VII viene a representar la resistencia de una parte de la sociedad española al modelo liberal que progresivamente se estaba implantando en Europa. Con su reinado se iniciaba una de las constantes políticas de la España del s. XIX y del primer tercio del XX: la preponderancia de los militares en la vida política, la aplicación de normas constitucionales diferentes en función de la ideología gobernante, lo que provocaba la exclusión política interna o el exilio, y el recurso al pronunciamiento ante la ausencia de una verdadera alternancia democrática.

La Consolidación del Estado Liberal: El Reinado de Isabel II (1833-1868)

A modo de introducción, el reinado de Isabel II (1833-68), a pesar de las luchas fratricidas y los enfrentamientos políticos, se fijó como objetivo económico modernizar el país y sociopolíticamente afianzar el modelo liberal. En general, el periodo se puede dividir en dos grandes fases: las regencias de María Cristina y Espartero (1833-43) y el propio reinado de la reina, a su vez subdividido en la Década Moderada (1844-54), el Bienio Progresista (1854-56) y la sucesión de gobiernos moderados durante el retorno del moderantismo (1856-68).

La Regencia de María Cristina y la Primera Guerra Carlista

Centrados en el desarrollo del tema, la Regencia de María Cristina (1833-40) quedaría marcada por la Primera Guerra Carlista, motivada por la pretensión del hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro (Carlos V), de mantener sus derechos dinásticos, provocando una guerra civil entre absolutistas o carlistas y liberales o isabelinos. La Primera Guerra Carlista tendría como escenario el País Vasco, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo, desplegando su actividad en el centro-norte peninsular. Así, de entre los hechos de armas destaca la Expedición Real (1837), encabezada por Don Carlos y dirigida por el general Cabrera hasta las puertas de Madrid; igualmente sobresale la figura del caudillo militar Zumalacárregui, organizador de la resistencia vasconavarra, a cuya muerte en el sitio de Bilbao el carlismo se fragmentó entre los leales a Carlos, exiliado en Francia, y los partidarios de la paz, los mismos que pondrían fin al conflicto a través del Convenio o Abrazo de Vergara (1839) entre el carlista Maroto y el isabelino Espartero: a cambio del reconocimiento de Isabel se confirmaban algunos derechos forales y los empleos y grados del Ejército carlista.

Sin embargo, esta doble visión de España permanecería durante todo el s. XIX, pues a cada cambio de sistema político se iniciaría otra nueva sublevación carlista: Segunda Guerra Carlista (1846-49) y Tercera (1872-76).

A pesar de la guerra, la obra política de la primera Regencia se caracterizará por la organización estatal en 49 provincias diseñada por Javier de Burgos, la Desamortización de Mendizábal (1836) y el Estatuto Real (1834), una especie de carta otorgada, por lo que en 1836 un grupo de suboficiales obligó a María Cristina a sancionar nuevamente la Constitución de 1812 (“Motín de la Granja”). Nacía poco después la Constitución de 1837, aunque más moderada que “La Pepa”.

Sin embargo, la Ley de Ayuntamientos (1840), sustituyó la elección de alcaldes por el nombramiento gubernamental, lo que provocó la renuncia de María Cristina y la asunción de la Regencia por el general Espartero (1840-43), quien gobernaría de forma dictatorial en aras de un liberalismo a ultranza, por lo que pronto se quedaría sin apoyos. En consecuencia, el general Narváez protagonizó un nuevo pronunciamiento y proclamó con 13 años la mayoría de edad de Isabel II.

La Década Moderada y el Bienio Progresista

La primera etapa del reinado de Isabel II se conoce como la Década Moderada (1844-1854), asentada sobre la nueva Constitución de 1845, en la que no se regulan los derechos sino por leyes posteriores y por la que se incrementaba el poder de la Corona y del Gobierno en detrimento de un parlamento bicameral (Congreso y Senado), se mantenía el sufragio censitario y la soberanía compartida. El régimen marginó a los demócratas e impuso el bipartidismo entre los progresistas de Espartero y los moderados de Narváez, cuyo gobierno aprobó importantes reformas: Ley Fiscal de Mon, Código Civil y Penal, Plan de Estudios de Pidal. Además, se creó un cuerpo de seguridad rural, la Guardia Civil (1844); y finalmente, el régimen firmó un Concordato con el Vaticano (1851) por el que la Iglesia lo reconocía y aceptaba la desamortización de Mendizábal a cambio de su mantenimiento económico, oficialidad y presencia educativa.

Tras una década de autoritarismo y corrupción, el general O’Donnell lideró otro alzamiento (“La Vicalvarada”). Se trataba de la reacción de los liberales progresistas, deseosos de poner en práctica su ideario según su programa, el Manifiesto de Manzanares, redactado por el joven Cánovas del Castillo (“Queremos la conservación del trono, pero sin camarillas que lo deshonren”). Comenzaba así el Bienio Progresista (1854-56) bajo la dirección nuevamente del general Espartero:

  • Desamortización de Madoz (1855).
  • Ley de Ferrocarriles (1855).
  • Ley Bancaria (1856).
  • La constitución non nata de 1856.

El Retorno del Moderantismo y la Crisis Final

El retorno del moderantismo (1856-68) llegaría nuevamente de la mano de Narváez, reinstaurándose la Constitución de 1845, reorganizándose el sistema educativo (Ley de Educación o de Moyano, 1857), etc. Destacaría en esta fase el “gobierno largo” del general O’Donnell (1858-63), a través de su nuevo partido: la Unión Liberal (un intento de aglutinar las alas moderadas de los partidos progresista y moderado).

Por último, a imitación de las grandes potencias, España intervendría en el exterior (Guerra de Crimea, 1853-55) e iniciaba su aventura colonial en Marruecos (1859-60), enviaba su primer gobernador a Guinea (1858), participaba en la anexión francesa de Annam (Cochinchina) y en la conquista de Saigón, se ocupó momentáneamente Santo Domingo (1861), colaboró en México con Francia e Inglaterra en la aventura liberal de Maximiliano de Austria (1862) y acabó con el rocambolesco bombardeo de Valparaíso y el Callao (Guerra del Pacífico, 1864-66).

La crisis económica finisecular, la oposición obrera, de los partidos marginados y de los partidos republicanos, las intentonas de nuevos pronunciamientos (Prim, los sargentos de San Gil), provocaría la firma en Bélgica del Pacto de Ostende (1866) con el fin de destronar a Isabel II, plasmándose en el inicio del Sexenio Revolucionario (1868-74).

En conclusión, el reinado de Isabel II supone la consolidación del modelo liberal en España, si bien las disputas entre la tendencia democrática y la doctrinal o autoritaria caracterizarán el periodo. Asimismo, su reinado consolidará la inercia política del s. XIX y del primer tercio del XX, consistente en sancionar una constitución cada vez que un nuevo gobierno asuma el poder, el recurso al pronunciamiento militar como sistema de alternancia política y la preponderancia de los militares, resultado de su protagonismo tanto en la Guerra de la Independencia como en las guerras civiles carlistas.

El Sexenio Democrático: La Búsqueda de la Estabilidad (1868-1874)

A modo de introducción, la crisis política y socioeconómica que caracterizó las últimas décadas de la monarquía isabelina provocó la unión de todas las fuerzas del liberalismo democrático. De esta forma, el Sexenio Revolucionario (1868-1874) materializó la constitución decimonónica más liberal, pero a la vez las disputas entre sus diferentes tendencias ideológicas generaron un periodo marcado por la inestabilidad al sucederse en poco tiempo fugaces sistemas gubernativos:

  1. El Gobierno Provisional (1868-70).
  2. La Monarquía Democrática (1870-73).
  3. La I República Española (1873-74).

Centrados en el desarrollo del tema, el autoritarismo de Narváez, la crisis económica finisecular, la progresiva pauperización popular, la aparición de los primeros grupos republicanos, la marginación de progresistas y, especialmente, de los demócratas, les llevaría a firmar un pacto en la ciudad belga de Ostende (1866), por el que se derrocaría a la reina Isabel II.

Así pues, en septiembre de 1868 un nuevo pronunciamiento, encabezado en Cádiz por el almirante Topete y defendido por Serrano en la batalla de Alcolea, daba lugar a la “Gloriosa”. La primera labor del Gobierno Provisional, encabezado por los generales Serrano y Prim, reiteró la tendencia política española decimonónica al redactar una nueva constitución (1869), cuyo articulado la convirtió en la más liberal del s. XIX:

  • Monarquía democrática.
  • Soberanía nacional.
  • Sufragio universal masculino, extensible al sistema bicameral.
  • Pleno reconocimiento de las libertades individuales y políticas.
  • Libertad de culto, aunque el Estado mantenía a la Iglesia católica.

La Monarquía de Amadeo I

Sin embargo, exiliados los Borbones y asumida la Regencia por el general Serrano, el gran problema residió en quién asumiría la Corona: Espartero, el propio Serrano, Francisco de Portugal, Leopoldo de Hohenzollern (vetado por Napoleón III, situación aprovechada por Bismarck para unificar Alemania tras la guerra franco-prusiana de 1870), el duque de Montpensier o Alfonso de Borbón (cuñado e hijo respectivamente de Isabel II). Finalmente, la Monarquía Democrática recaería en Amadeo de Saboya, hijo del primer rey de la Italia unificada y de un marcado carácter liberal.

Asumiendo su papel constitucional (reinando pero no gobernando), Amadeo I reinó poco más de dos años, cuya abdicación vendría motivada por:

  • El asesinato de su mentor, el general Prim.
  • El vacío al que le sometieron prácticamente todos los partidos políticos.
  • La animadversión de los monárquicos, en especial los borbónicos, tachándolo de extranjero.
  • El inicio de la Tercera Guerra Carlista (1872-76).
  • Los levantamientos en Cuba (Guerra de los Diez Años, 1868-78), contrarios al proyecto parlamentario de abolir la esclavitud, esencial para la economía azucarera de la isla.

Solo y abandonado, el rey se marcharía de España el 11 de febrero de 1873.

La Primera República Española

Ese mismo día se proclamaba en las Cortes Generales (reunión del Congreso y del Senado) la I República Española, cuyo primer presidente fue el unitario Estanislao Figueras. Sin embargo, la joven República se encontraría con diversos problemas: el aislamiento internacional (solo reconocida por Suiza y EE. UU.), la crisis internacional de 1873, la animadversión de la Iglesia, los antiguos moderados, los carlistas, buena parte del Ejército (leal todavía a la Monarquía); el incipiente movimiento obrero, defraudado en sus esperanzas de mejoras socioeconómicas, etc. Solamente los republicanos la defenderían, pero enfrentándose entre los modelos federal o unitario.

Paralelamente, la rápida sucesión de sus cuatro presidentes acrecentó su inestabilidad, en especial cuando Francisco Pi i Margall impulsó el proyecto de una nueva constitución que dividía a España en 117 estados federales, coincidiendo con la proclamación de Cataluña como Estado dentro de la República Española.

La intransigencia de los federales derivó en la proclamación de numerosos cantones (Alcoy, Málaga, Cartagena, etc.), es decir, gobiernos soberanos de carácter municipal defensores de sociedades igualitarias y libres. Su represión obligaría a Nicolás Salmerón a dimitir al negarse a firmar penas de muerte, asumiendo Emilio Castelar una presidencia de carácter dictatorial al perseguir a federalistas, cantonalistas y al movimiento obrero.

El 3 de enero de 1874 el general Pavía entraba en el Congreso, consumándose este nuevo pronunciamiento al entregarle el poder al general Serrano, quien se autoproclamaría presidente vitalicio de la República. Finalmente, una vez aplastado el cantón cartagenero, el general Martínez Campos protagonizaría un nuevo alzamiento al proclamar el regreso de los Borbones en la figura del futuro Alfonso XII, hijo de Isabel II, iniciándose de este modo la Restauración (1874-1931).

En conclusión, el Sexenio supuso la respuesta de los sectores más liberales y democráticos al pertinaz monopolio del poder por parte de las fuerzas conservadoras. Sin embargo, el periodo acabaría con la reinstauración del viejo orden autoritario como consecuencia de la desunión de las fuerzas demócratas, incapaces de definirse a través de una monarquía extranjera, aunque plenamente democrática, o por una estructura republicana, bien de signo tradicional (unitaria) bien por otra que contemplara las particularidades históricas de los territorios españoles (federal), lo que en última instancia derivó en el caos cantonal y en el consecuente regreso al orden del liberalismo doctrinario representado por la Restauración.

La Desamortización: La Reforma Económica del Liberalismo

A modo de introducción, la desamortización o el proceso de venta en pública subasta de las tierras públicas (ayuntamientos y Estado) y de la Iglesia se fijó como objetivo económico modernizar el país y sociopolíticamente afianzar el modelo liberal, desarrollándose en diferentes etapas a través de las tímidas tentativas de Godoy, las Cortes de Cádiz, el Trienio Liberal y las dos grandes desamortizaciones: la eclesiástica de Mendizábal y la civil de Madoz.

Centrados en el desarrollo del tema, a comienzos del s. XIX la situación del campo español se caracterizaba por una explotación de carácter rentista, lo que aseguraba determinados ingresos a sus propietarios; una distribución de la propiedad concentrada en la Nobleza, la Iglesia y los municipios, asegurada respectivamente a través de la vinculación (mayorazgo y manos muertas), de ahí que no solo muchas tierras permanecieran incultas sino que además se impedía la existencia de un mercado en el que poder acceder a su compra-venta; y una pertinaz escasez de innovaciones técnicas (abonos artificiales, maquinaria, etc.).

En consecuencia, al emprender la desamortización, los liberales perseguían una reforma agraria que conllevase la renovación total del campo (régimen de explotación, distribución, estructura, innovación técnica, etc.), la creación de una base social que apoyara la monarquía liberal al crear una mayoritaria clase media propietaria y el saneamiento de la Hacienda Pública para emprender la modernización de España.

Fases de la Desamortización

Como precedentes de la desamortización se encontraría la de Godoy (1798-1808), durante el reinado de Carlos IV, cuyo único objetivo residía en superar el endémico déficit de la Hacienda, afectando a los bienes de las cofradías, hospitales, hospicios, pías fundaciones, etc. Durante las Cortes de Cádiz (1811-13) se intentó la desamortización de las tierras comunales de los municipios, órdenes militares y jesuitas, reiniciándose el proceso durante el Trienio Liberal (1820-23), si bien la política absolutista de Fernando VII paralizó su desarrollo.

Al margen de los teóricos objetivos socioeconómicos liberales, la primera gran desamortización obedeció a la necesidad de financiar la Primera Guerra Carlista (1833-40). Así pues, durante la Regencia de María Cristina se sancionó la Ley de Desamortización, obra de Juan Álvarez y Méndez, “Mendizábal” (decretos del 16 y 19 de febrero, y 8 de marzo de 1836), por la que se declaraban extinguidos los conventos, colegios y congregaciones del clero regular, pasando a manos del Estado y sacándose a pública almoneda sus bienes. Asimismo, se tomaron otras medidas que contribuyeron al cambio de las estructuras agrarias, como la supresión de la Mesta (1836) y la abolición de los señoríos y los diezmos (1837). Por último, durante la Regencia de Espartero (1840-43), la desamortización eclesiástica se consumó (1841), afectando finalmente a los bienes del clero secular, con excepción de los edificios de culto.

Frente a Mendizábal, la rechazada propuesta de Flores Estrada se basaba en el arrendamiento a colonos durante cincuenta años, cuya renta sufragaría la deuda pública. Con ello, el Estado sería el titular de los bienes desvinculados y además facilitaría a los campesinos el acceso indirecto a la tierra o dominio útil.

Durante el Bienio Progresista (1854-56) Pascual Madoz emprendió la segunda desamortización, afectando a los bienes municipales, estatales y órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara, Montesa, etc.). La de Madoz o “general desamortizadora” (1 de mayo de 1855), produjo al Estado rendimientos económicos muy superiores a los de la de Mendizábal, invirtiéndose en el fomento de obras públicas, en especial la construcción del ferrocarril (Ley del Ferrocarril, 1855).

Finalmente, el “gobierno largo” de O’Donnell (1858-63) y los que siguieron a la Revolución de Septiembre (1868) dieron un último impulso desamortizador al restablecer la Ley de 1855, de forma que a la llegada de la Restauración (1874) el proceso ya había concluido, dándose por finalizado con el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo de 1924.

Consecuencias de la Desamortización

Económicamente, las consecuencias de la desamortización se constatan en la venta de unas 200.000 fincas rústicas y casi 28.000 urbanas, obteniéndose de su subasta unos catorce millones de reales y, por tanto, el saneamiento de la Hacienda Pública.

Sus compradores fueron aristócratas terratenientes, clérigos seculares y burgueses, quienes mantuvieron el modelo rentista de escasa inversión y baja productividad a través de nuevos y más exigentes arrendamientos, ahora transformados en grandes latifundios. En este sentido, si estos se reforzaron en el sur, en el norte peninsular permaneció el minifundio.

Desde el punto de vista social, los teóricos beneficiarios (la clase media y los campesinos), apenas pudieron acceder a la tierra al carecer de recursos o mecanismos que facilitaran su acceso. Además, la desaparición de los bienes públicos conllevaría su proletarización al eliminarse las tierras comunales en las que tradicionalmente paliaban su precaria economía (pastos, leña, frutos silvestres, caza, etc.).

En materia urbanística, se pasó de la denominada ciudad conventual a la burguesa al desaparecer numerosos edificios religiosos, siendo sustituidos en los cascos antiguos y en los nuevos ensanches por parques, plazas, teatros, museos, etc.

En conclusión, la pretendida modernización del campo español quedó inconclusa. En todo caso, sus dividendos sanearon las arcas públicas y posibilitaron el triunfo del sistema liberal. Sin embargo, el “hambre de tierras” no se sació, de ahí que su posesión se convertiría en un grave problema, paliado parcialmente durante la reforma agraria de la II República y finalmente diluido con el desarrollismo franquista, el consecuente éxodo rural y la emigración extranjera, solventándose definitivamente a finales del s. XX con la terciarización de la economía española.

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