Tras la Guerra de Independencia, Napoleón, para evitar una guerra en dos frentes, firmó en 1813 el Tratado de Valençay. En virtud de este acuerdo, el emperador devolvió la corona a Fernando VII. El monarca regresó a España, pero no se dirigió directamente a Madrid, sino que lo hizo pasando por Valencia. Allí, el general Elío le mostró su adhesión a la restauración del absolutismo, lo que, sumado al apoyo de más de cien diputados de las Cortes de Cádiz —expresado en el célebre Manifiesto de los Persas—, permitió al rey no solo no jurar la Constitución de 1812, sino declarar nula toda la acción legislativa de las Cortes. Los liberales fueron declarados culpables del delito de lesa majestad y perseguidos por la restituida Inquisición, lo que provocó que muchos marcharan al exilio.
El Sexenio Absolutista (1814-1820)
Se inició así un período de seis años conocido como el Sexenio Absolutista (1814-1820). En el exterior, España se vio aislada en el Congreso de Viena por haber firmado la paz con Francia por separado, a la vez que los virreinatos americanos continuaban su irreversible camino hacia la independencia. En el interior, la conexión de los grupos civiles (agrupados en logias masónicas) y los militares descontentos se tradujo en sucesivos pronunciamientos militares. Entre los más destacados se encuentran los de Espoz y Mina (antiguo guerrillero, descontento con la disolución de las guerrillas), Porlier (1815) y Lacy (1817). Todos ellos fracasaron por ser facciones minoritarias del ejército.
La obra del absolutismo estuvo presidida por los continuos vaivenes de los ministerios (cada ministro permanecía de media seis meses en su cargo), por la grave situación financiera y la pérdida irreversible de las colonias españolas. La crisis demográfica y económica, originada por la guerra y la pérdida de los mercados americanos, explicaron la inestabilidad y debilidad de los gobiernos absolutistas, incluso más que las intrigas de la llamada «camarilla» fernandina. El único intento de solucionar la crisis fue propuesto por Garay en 1817: un sistema de contribución proporcional a los ingresos y universal (al que los privilegiados se opusieron).
El Trienio Liberal (1820-1823)
En 1820, el ejército acantonado en la Isla de León y San Fernando (Cádiz), a la espera de embarcar hacia Buenos Aires para aplastar a los insurrectos americanos, se sublevó contra el absolutismo. El teniente coronel Rafael del Riego, en Cabezas de San Juan, fue el principal cabecilla. Proclamaron la Constitución de 1812 y, durante los tres primeros meses del año, lograron la adhesión de otras localidades (el propio O’Donnell, enviado a reprimirles, se sumó a la revuelta), hasta que Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución. Comenzó así el llamado Trienio Liberal (1820-1823).
Durante estos años, los liberales se fueron alineando en dos posturas enfrentadas: los exaltados y los moderados. Fernando VII recurrió a las personalidades más conservadoras para formar el gobierno y constantemente ponía trabas a las reformas, en espera de poder recuperar su poder absoluto. Los moderados, como Martínez de la Rosa, dominaron la política los dos primeros años y volvieron a poner en marcha los decretos de Cádiz. Sufrieron los ataques de los absolutistas, los exaltados y la Iglesia, temerosa de perder su poder con la abolición de sus privilegios. En el verano de 1822, el sistema constitucional se puso en peligro y los exaltados, con el general Riego a la cabeza, tomaron el poder.
El Congreso de Verona reunió a los países de la Santa Alianza y aprobó el envío de un cuerpo expedicionario francés para restaurar el absolutismo en España. En 1823, entraron en España los Cien Mil Hijos de San Luis, con el duque de Angulema al frente, quienes repusieron a Fernando VII como rey absoluto.
La Década Ominosa (1823-1833)
La última etapa del reinado de Fernando VII recibió de la historiografía liberal el nombre de Década Ominosa (1823-1833). Este no fue un período homogéneo, porque si bien se inició con una fuerte represión contra los liberales —creando el cuerpo de la Policía Nacional (1824)—, después se fueron dando concesiones a los liberales para remediar la quiebra del Estado y asegurar la sucesión de Isabel, la hija de Fernando VII. Estas medidas provocaron el recelo de Carlos María Isidro, hermano del rey (más intransigente), y la revuelta de los absolutistas ultras (1827), en lo que algunos historiadores vieron el primer levantamiento carlista. Los sublevados pidieron la disolución del ejército liberal, la restauración de la Inquisición y la concesión de ministerios a los tradicionalistas.
Primero se quiso dar solución a los problemas económicos con el «despotismo ministerial», consistente en potenciar desde la Corona las reformas ilustradas, lo que se mostró inoperante. También se creó la Bolsa de Valores. Sin embargo, el problema más grave surgió con la sucesión del rey.
La Cuestión Sucesoria y el Origen del Carlismo
De su cuarto matrimonio, Fernando VII solo tuvo dos hijas. Según la Ley Sálica, que trajo Felipe V de Francia, las hijas no podían reinar ni transmitir derechos dinásticos, y por lo tanto el sucesor del rey sería su hermano, el infante Carlos María Isidro. Esta ley fue derogada por la Pragmática Sanción, que restituyó la sucesión dinástica tal como estaba en las Partidas de Alfonso X, donde se prefería la línea directa sobre la colateral y al varón sobre la mujer. El infante don Carlos intrigó en los años finales del reinado para conseguir que su hermano, primero, no sancionara la Pragmática y después para que la revocara. Tras varias vicisitudes, Fernando VII murió después de hacer jurar a su hija Isabel como Princesa de Asturias. El infante don Carlos reclamó el trono con el apoyo de los absolutistas más intransigentes.
Cea Bermúdez adoptó ciertas medidas aperturistas para atraerse las simpatías de los liberales hacia la futura reina: se otorgó una amnistía. Este fue el origen del reinado de Isabel II y el inicio de la Primera Guerra Carlista.