Principales medidas proteccionistas

La industria textil del algodón fue la pionera de la modernización industrial en España ( junto con la siderurgia y el ferrocarril). El desarrollo de este sector se centró en Cataluña, que aprovechó la pérdida del mercado americano para modernizarse. Los factores que explican este proceso fueron: un mercado nacional reservado y protegido por elevados aranceles; recursos procedentes de la agricultura y la exportación de aguardientes; un campesinado con cierta capacidad de trabajo y consumo por el tipo de arrendamiento de la tierra, lo que dejaba en manos de los cultivadores un nivel de renta aceptable.

La burguésía catalana, sustituyó la industria de la lana por la del algodón y al introducir la máquina de vapor y la fábrica como modelo de organización productiva, logró aumentar la producción, mejorar la calidad y abaratar los precios. El apoyo recibido desde los gobiernos legislando medidas proteccionistas fue definitivo pues las empresas catalanas coparon el mercado nacional. Además de Cataluña, algunas áreas de Levante, Málaga y Béjar mantuvieron focos textiles de importancia en la industria de paños de lana.

La expansión del ferrocarril en España se retrasó a la segunda mitad del siglo por varias causas: condiciones orográficas poco propicias, estancamiento económico, atraso técnico, ausencia de capitales privados dispuestos a invertir, un Estado que declaraba no tener ingresos e inestabilidad política. A partir de la Ley General de Ferrocarriles de 1855, que eliminó los aranceles a las importaciones de material ferroviario y concedíó privilegios de expropiación de tierras a las compañías privadas concesionarias, se construyó la red ferroviaria con rapidez, gracias a la entrada de capitales franceses, belgas e ingleses. El tendido del ferrocarril fue un gran negocio, pero no alentó con fuerza el crecimiento económico y el desarrollo industrial de España. Se construyó tarde y mal, con precipitación y malas condiciones técnicas. El trazado radial de la red, con centro en Madrid, dejó mal comunicadas entre sí las áreas periféricas, que eran las más desarrolladas del país. Esto provocó que los beneficios iniciales no se mantuvieran a causa de la baja rentabilidad de las líneas. Se desencadenó así una fuerte crisis financiera por la devaluación de las acciones, que hizo quebrar a muchas de las compañías, paralizándose la construcción, que no se reinició hasta 1875. Así que no se generó una industria nacional ferroviaria hasta finales del siglo. Pero sí favorecíó la movilidad de la población y propició la articulación del mercado nacional. Pero las facilidades para importar material ferroviario no ayudaron al crecimiento de la siderurgia y de la minería del carbón.

La minería española no se desarrolló hasta 1868, gracias a las nuevas leyes de desamortización del subsuelo, que facilitaron la compra de minas por compañías privadas, sobre todo extranjeras. El bajo coste de la mano de obra y la baja presión fiscal aseguraban buenos beneficios en una producción que se exportaba a Europa. La explotación de minas de hierro (Almería, Murcia, Vizcaya) y de carbón (Asturias, Sierra Morena) fue muy provechosa. Estos minerales fueron fundamentales para el desarrollo de la industria siderometalúrgica en España.

La modernización de la industria siderúrgica estuvo limitada por la escasa demanda y por la escasez de carbón de calidad. La abundancia de mineral de hierro, fue ampliando su demanda para abastecer de maquinaria, material y herramientas a la industria textil, la agricultura y la construcción. Los primeros altos hornos se instalaron en Málaga (1840), pero la falta de combustible hizo que se concentrará en Asturias (1860-1870) abaratando los costes de producción. Desde 1880, la siderurgia se concentró en Vizcaya, favorecida por la abundancia de mineral de buena calidad y por los capitales vascos acumulados gracias a las exportaciones de mineral de hierro.

La industria metalúrgica, a pesar de que los capitales fueron autóctonos en su mayoría, la tecnología era importada (sobre todo británica). No pudo competir con la producción extranjera hasta 1880, coincidiendo con el auge de la siderurgia vasca ( que producía la materia prima necesaria) y con las medidas proteccionistas de 1891, que limitaban la entrada de productos de otros países.

Los frecuentes cambios de orientación económica entre proteccionismo y librecambismo, consecuencia de la inestabilidad política de la centuria, contribuyeron a dificultar y retrasar el

despegue industrial en España. Durante todo el Siglo XIX tuvimos un nivel de protección arancelaria más alto que el entorno europeo. Mientras la burguésía moderada del textil catalán, los cerealistas castellanos y los siderúrgicos vascos reclamaban una política proteccionista, los progresistas y demócratas eran partidarios del librecambismo como forma de obtener inversiones y tecnología, y de poder acceder a capitales y bienes de equipo del extranjero. Solo en breves períodos, como durante el Bienio Progresista, y limitado a sectores muy concretos, como fue el ferrocarril, se adoptaron criterios librecambistas. También durante el Sexenio Democrático hubo un cierto aperturismo (Arancel Figuerola)
A lo largo del Siglo XIX, se transformó el sistema bancario. Su modernización se produjo con la Ley de Bancos de Emisión y Sociedades de Crédito en 1856, que permitía a la iniciativa privada la constitución de entidades bancarias. Con la estabilidad política que proporciónó la Restauración, se reemprendíó el desarrollo del sector bancario. En 1874, se concedíó al Banco de España el monopolio en la emisión de billetes, mientras que la banca privada se orientó a la financiación de la industria y del consumo. Ya con el cambio de siglo, aparecieron varios de los grandes bancos de nuestra historia económica: Hispano-Americano, en 1900;Vizcaya, en 1901; Español de Crédito, en 1902, etc.


La población española crecíó de manera constante durante el Siglo XIX: en el año 1800, España tenía doce millones de habitantes aproximadamente y en 1900, la cifra llegó a algo más de los dieciocho. Fue un crecimiento lento comparado con el experimentado en otros países europeos para el mismo período. Las tasas de mortalidad se mantuvieron elevadas por la incidencia de las enfermedades infecciosas (a pesar de ciertas mejoras médicas) favorecidas por una higiene deficiente y, puntualmente como consecuencia de las guerras y las epidemias, especialmente grave fue la epidemia de cólera de 1885. La esperanza de vida, muy baja, mejoró ligeramente hasta alcanzar los 35 años de media en 1900.

Estamos ante una transición demográfica muy retrasada en la que las tasas de natalidad y mortalidad irán descendiendo lentamente.
Este modelo no fue homogéneo en todo el territorio, sino que la distribución regional de la población acusaba grandes contrastes, siguiendo la tendencia iniciada en el Siglo XVIII. Así al estancamiento o disminución de población del centro se opuso la concentración en la periferia.

La estructura demográfica por sectores económicos era arcaica y desequilibrada, con un importante predominio del sector primario (70%) frente al secundario (14%) y al terciario (20%).
El éxodo rural se incrementó debido al estancamiento del mundo agrario y las expectativas laborales que ofrecían las ciudades.
Este movimiento de población dio lugar a un crecimiento urbano, que se aceleró, de manera notable aunque desigual, en el último tercio del Siglo XIX. Crecieron espectacularmente ciudades como Bilbao, Valencia o Barcelona, mientras que otras, como Madrid, Zaragoza o Cartagena, lo hicieron de forma más pausada. Sin embargo las migraciones interiores del centro a la periferia o a las capitales de provincia, es decir del campo a la ciudad, no tuvieron una gran incidencia hasta las últimas décadas del Siglo XIX.
A pesar de la moderación del crecimiento demográfico, el lento desarrollo económico pronto provocó un desequilibrio entre la población y los recursos, por lo que se produjo un aumento de la emigración exterior, favorecida por la modernización de los transportes, mayoritariamente de población joven masculina, principalmente campesinos, que se desplazaron hacia América del Sur y Central, sobre todo Argentina y Brasil; hacia el norte de África, en especial a Argelia. La principal área emisora de esta emigración fue Galicia, pero aumentaron los emigrantes del centro y sur de España y de la zona de Levante
Las diferencias sociales se establecieron en función de la riqueza y no de la situación legal, y los ciudadanos quedaron definidos por su pertenencia a una determinada clase social, que venía condicionada por su nivel económico.
Se constituyeron dos grandes grupos sociales. Por un lado, la burguésía, poseedora de alguna forma de riqueza urbana, industrial o agraria proveniente, bien del trabajo, bien de rentas o capitales. Por otro, el proletariado, integrado por aquellos que sólo poseían el salario obtenido con su trabajo manual.
Por encima de la burguésía, había una élite del dinero constituida por la alta nobleza, convertida en gran propietaria agrícola.La elite dirigente de la sociedad se estructuró como una simbiosis entre la antigua aristocracia y los nuevos grupos burgueses. Estos aportaban la innovación, las nuevas formas jurídicas y políticas que articulaban el Estado, el derecho y la propiedad, y en muchos casos también el dinero; pero la nobleza era un símbolo de abolengo, de prestigio social y de reconocimiento público. Una parte de la misma emprendíó negocios o se emparentó con burgueses adinerados, poseedores de fortunas muy superiores a las nobiliarias. Ambas clases constituían una nueva oligarquía. Tenían el poder económico e impónían las formas culturales. Además el sufragio censitario les otorgó el monopolio del poder político.
Por debajo existía una mediana y pequeña burguésía urbana, que presentaba una gran diversidad situándose en algunos casos próxima a la burguésía adinerada, mientras que en otros apenas se distinguía de las clases populares.
El crecimiento urbano y la nueva estructura del Estado liberal supusieron la concentración en las ciudades de una serie de trabajadores de servicios (empleados de limpieza, de alumbrado…), pequeños funcionarios, dependientes de comercio, etc. Este crecimiento de las ciudades dio lugar

a una serie de transformaciones urbanísticas con la creación de planes de ordenación urbana que facilitaban su expansión de forma ordenada y moderna (canalización de aguas, iluminación de calles…), cambiando la morfología de la ciudad y adoptando una nueva configuración.
Este desarrollo espacial urbano supuso, por un lado, el surgimiento de suburbios periféricos de barrios obreros, desordenados, sin servicios ni infraestructuras; por otro, se crearon áreas de un urbanismo planificado, los denominados ensanches burgueses, cuyos mejores ejemplos fueron el de Barcelona (1860), diseñado por Cerdá, y el de Madrid (1861), planificado por Castro, y financiado en parte por el marqués de Salamanca. Estos proyectos tuvieron un diseño de emparrillado y supusieron el derribo de las murallas, pero respetando el centro histórico de trazado irregular. Aunque no pasó de ser un hecho aislado, una de las aportaciones más originales al urbanismo moderno fue la Ciudad Lineal proyectada para Madrid a partir de 1892 por Arturo Soria. Se trataba de una ciudad longitudinal, con un eje central como principal vía de comunicación. Sin embargo a comienzos del Siglo XX, el 70% de la población vivía en el medio rural.

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